ERA ENORME. ABOTAGADA. CAMbiaba de color según el lugar que recorría. Sus manchas pasaban de verde selva a marrón ceniza. Los ojos brotaban prácticamente de sus órbitas.
Era grande y gorda, pero su andar sinuoso y lento le permitía penetrar en los más recónditos rincones. Hablaba y las palabras salían de su boca babosa lentas como si estuviera mascando chicle o jugara con los verbos y adjetivos que debía expresar. Su mandíbula rara vez permanecía inmóvil. Siempre se movía, elástica, lenta, con rictus imperceptibles que sólo sus compañeros de códigos sabían interpretar.
La Iguana se pavoneaba entre alfombras rojas y escaños de madera. A veces se trepaba en los atriles para otear el horizonte y sus ojos brotados abarcaban 380° de visión. Enormes circunferencias salidas de sus cuencas, de color indefinido, permeables a cada sombra o circunstancia, pero agudos y precisos. Apenas si hacia ruido. Sigilosa. De sus fauces podía salir indistintamente babaza o llamas, o permanecer inmóvil durante horas enteras.
La Iguana siempre vencía a sus adversarios. Convertía los más rotundos opositores en simples tigrillos de papel. Cuando parecía que la iban a acorralar, de repente lanzaba un coletazo que paralizaba contendores y domadores. Casi como si una sustancia gaseosa los transformara en tristes marionetas arrumadas en un rincón empolvado de un escenario abandonado.
Veía desde mi parálisis cómo la Iguana se bamboleaba por todos los rincones, comiéndose a pedacitos las leyes y los decretos sagrados de todos los recintos. Cambiaba las vocales y sacaba arpegios de diatribas oscuras. Las letras de los textos se crecían o achicaban sin ton ni son, y sentía cómo su baba pegajosa los reducía a migajas de fácil digestión. Veía cómo la Iguana se adueñaba de las embarcaciones y las azotaba a coletazos hasta hacerlas naufragar. También veía a tripulantes y pasajeros moverse extasiados como si bailaran a ritmo de vals. La Iguana hipnotizaba con sus circunferencias gelatinosas a todos los que le rodeaban, y los tsunamis los convertía en céfiros, las tempestades en fuentecillas de rocío, los incendios en chimeneas acogedoras.
La Iguana mostraba a veces unas garras gigantescas. Rasgaba y partía de tajo lo que le estorbaba. Los pocos que se atrevían a acercarse para tratar de cazarla y reducirla, lanzarle lazos y sogas para atarla, desaparecían de pronto o se les tapaba la boca con arena cementada. Muchos quedaban convertidos en estatuas como la mujer de Lot y pocos lograban salvarse y sobrevivir embates y amenazas.
Seguía viéndola. Nadie la podía detener. Arrasaba con sus pequeñas y gruesas patas todo lo que se le atravesara. Rogué a Dios que fuera un sueño. Rogué gritando desde las entrañas que ese Dios de la infancia de mano con el Ángel de la Guarda fiel y caritativo me sacudiera la pesadilla que me ahogaba. Sentí que gritaba. Me escuché desde lejos. Abrí los ojos y desperté empapada en sudor. Grité de nuevo. Como en el cuento de Tito Monterroso, La Iguana seguía allí...