Soy sincera. Estoy disfrutando este aislamiento. Si me hubiera atrapado en mis épocas de consumo, en las cuales no concebía la vida a palo seco, no me la imaginaba posible, creo que no habría sido capaz de soportarlo, porque estaba convencida de que el alcohol y, años después, su combinación con cocaína eran lo que me daba el valor y la energía para seguir viviendo en un mundo de mierda donde yo era la víctima; estaba convencida de que mi destino era recibir sus patadas y que la única manera era respondiendo a patadas.
Curiosamente, jamás me gustó la sensación de estar borracha. Buscaba la sustancia como un devoto busca a su dios, para tener la fuerza de funcionar. Así de simple, así de complicado. Así como no se le puede pedir a un avión que vuele sin gasolina, no sabía funcionar sin el alcohol. Me parecían marcianos los que no bebían y no me explicaba cómo podían vivir así.
Después de siete años de sobriedad, trabajar como asistente terapeuta en una fundación para adictos, escribir un libro sobre mi derrumbe y creerme al otro lado de la colina, recaí. Volví a tocar fondo. El más triste de todos. El fondo emocional y la ausencia de toda esperanza. El vacío oscuro, silente, sin salida de la conciencia.
Estuve cuatro meses interna en el South Miami Hospital de Florida, bajo la dirección y supervisión del doctor Ómar Mejía, psicólogo colombiano especializado en adicciones y dedicado a rescatar a seres sin brújula, derrotados, adictos crónicos, emocionalmente destruidos y sin futuro. Fui saliendo, con su ayuda, de ese pozo profundo. Recuerdo esas semanas... ira, depresión, deseos de fuga, rebeldía, intolerancia. Esas sesiones de terapia en grupo e individuales, ese lento caminar desde las tinieblas hacia luces tenues y difusas que poco a poco brillaban más.
Traigo este momento de mi vida al presente porque después de casi 20 años hemos vuelto a contactar. Le pregunto su opinión sobre esta pandemia que ha paralizado al planeta y me responde, con su lucidez de sabio, estas palabras que les quiero compartir:
“Creo que estamos muy lentamente entrando en la revolución de la conciencia, donde residen el amor, la belleza, la compasión y la comprensión, después de haber pasado por varias revoluciones anteriores como la revolución industrial y la revolución informática, entre otras. Estamos en la revolución de la conciencia, donde podremos salir de esa semejanza que tenemos con los virus, a los cuales nos parecemos más que a los mamíferos, clase a la cual creemos que pertenecemos. Somos iguales de destructivos que los virus, destruimos la bella Tierra, la naturaleza, somos avariciosos, codiciosos, egoístas, poco compasivos, competitivos, nos matamos unos a otros. Nos gusta, como el virus, vivir en acumulamiento, y también como ellos carecemos de toda responsabilidad colectiva. En definitiva, pertenecemos más a la categoría de los virus que a la de los mamíferos”.
Estas palabras significan el enorme reto que tienen los jóvenes de la actual generación, adolescentes de todas las razas y condiciones socioeconómicas. Todos tienen el común denominador maravilloso de no estar todavía contaminados, ni del virus externo, que terminará, ni del interno, que es nuestro mayor enemigo.
Esos jóvenes, en este momento aislados, frustrados y obligados a conocerse y parar la locura colectiva, tienen la oportunidad de diseñar la nueva vida. La que se merecen vivir. Aquella que será más armónica con la naturaleza, más compasiva y menos competitiva.
No se les están cerrando las puertas. Se les está abriendo un horizonte que ellos mismos tienen que diseñar. Un desafío bellísimo. La Tierra les está ofreciendo esa oportunidad. No va a ser fácil. Tienen que luchar unidos contra un universo corrupto, mercantilista y gobernado por dirigentes torpes, soberbios, metalizados e insensibles. ¡Pero lo pueden lograr! Cambien su manera de pensar el mundo y lograrán cambiar la forma de vivirlo. ¡Desaten las cadenas, busquen su propia libertad!