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Este año no asistiré al Hay Festival de Cartagena, por primera vez en sus veinte años en Colombia. Una programación para todos los gustos. Afortunadamente, ya leí, disfruté, me reí, sufrí y sentí en carne propia a Piedad Bonnett, a Juan Gabriel Vásquez, a Salman Rushdie, a Gioconda Belli y a Leila Guerriero.
Acabo de terminar La sed, de la antropóloga española Virginia Mendoza. Estoy impactada. Generalmente le saco el cuerpo a los libros didácticos, pero esta mujer combina su historia personal con la historia de la humanidad y el agua. La sed es responsable de guerras, catástrofes, migraciones y mueve el mundo, pues “la sed nos une, nos divide y no ha dejado ni dejará de acompañarnos”.
Virginia nació en un lugar de La Mancha, Terrinches, y su infancia y juventud estuvieron marcadas por la aridez de su entorno. Creció, como ella misma lo cuenta, en una tierra agrietada, donde su abuelo lograba escarbar la tierra con un palo, adivinando dónde podría haber agua subterránea. Esa meseta inmensa de Castilla-La Mancha: seca, árida, inclemente.
Cuenta cómo su familia y el pueblo entero pasaban mirando hacia arriba por si descubrían algún asomo de lluvia. Cómo quemaban en la hoguera a “las brujas” que, por maldad, impedían que lloviera con sus artilugios. Cómo los hombres inventaron a los dioses de la lluvia desde la antigüedad, los santos, las romerías, las procesiones con vírgenes en andas, las rogativas y las promesas.
Me fascinó la historia de San Isidro Labrador: “Pon el agua y quita el sol” o “Que llueva, que llueva, la vieja está en la cueva”. Esas tonadillas populares que pasaban de año en año, de boca en boca.
San Isidro, o simplemente Isidro, fue primero un holgazán mozárabe que afirmaba hablar con Dios. Cuando labraba, caía la lluvia y no perdía cosecha. La bola se fue regando y ya se decía que sus bueyes eran tirados por ángeles y que podía hacer brotar agua con solo golpear una piedra. Se fue convirtiendo en “hacedor de lluvia”. Despertó envidias y malquerencias, pero vivió hasta los noventa años y tuvo un entierro humilde.
En 1212, cuando la sequía arreciaba, decidieron desenterrarlo y, para sorpresa de todos, el cuerpo estaba intacto e incluso despedía un olor agradable.
Decidieron declararlo santo y patrono de la lluvia. Cada quince de mayo, Madrid celebra la Fiesta de San Isidro Labrador. Lo increíble fue que empezaron a pasearlo por toda España. Le concedieron poderes curativos, le arrancaban mechones de pelo, le cortaban los dedos, le sacaban los dientes como relicarios. Derretían sus dedos y los convertían en pomada. Acostaban su cadáver en el lecho de los reyes enfermos.
En fin, San Isidro fue fundamental para que Felipe II trasladara la corte de Valladolid a Madrid y la convirtiera en capital de España en 1561.
Estos relatos, combinados con sus estudios antropológicos sobre la sed, convierten este libro en algo fascinante y aterrador. También nos recuerda que nuestro cuerpo puede aguantar entre cuarenta y sesenta días sin comer, once días sin dormir, y solo tres días sin beber. Se estima que el cuerpo necesita entre doce y quince horas para entrar en shock circulatorio.
Ojalá que a esta escritora, Virginia Mendoza, le den un gran auditorio y toda la importancia que merece. La sed puede ser uno de los aportes más interesantes del Hay, y una advertencia en estos momentos críticos de cambio climático en los que vivimos.
No se pierdan La sed. De nuevo, felicitaciones a los organizadores de este evento literario que enriquece la cultura de este país y nos recuerda que existen otros mundos: anchos, ajenos, maravillosos.
