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La sombra

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Aura Lucía Mera
12 de mayo de 2009 - 02:24 a. m.
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UNA ANTIGUA LEYENDA MENCIOnada en el año 79  después de Cristo por Plinio el Viejo dice ojo no me refiero a nuestro compatriota Apuleyo que el origen de la pintura se remonta a Corinto, donde una joven enamorada, hija de un ceramista, dibujó la sombra de su amado en la pared con el humo de una vela para poder tenerlo cerca cuando estaba ausente.

Me encontré con la leyenda en la exhibición sobre La sombra a través de la pintura, que se expone en el Paseo La Castellana en ese imponente museo Thyssen Bornemiza en Madrid, el mejor legado que pudo recibir ese país, fruto de la relación sentimental de la Tita Cervera con el millonario barón. Para los que no están al tanto, el barón Thyssen fue uno de los más grandes coleccionistas de arte en este siglo y gracias al amor, estas maravillas se quedaron en Madrid. Al recorrer “las sombras” plasmadas en lienzos desde el Renacimiento, pasando por el Barroco, el Romanticismo, el Simbolismo, el Impresionismo, hasta nuestros días, tuve tiempo de reflexionar. ¿Qué seríamos nosotros sin nuestras sombras? ¿No son nuestras sombras las que nos proporcionan la existencia? ¿No existimos gracias a ellas?

Es más. Creo que la sombra es el alma, nuestra conciencia. Ese “pepe grillo” que tenemos siempre pegado a la piel y al cual nunca le podemos mentir. Pienso en el Doctor Merengue, aquel cómic que desafortunadamente se perdió en las sombras del olvido que siempre delataba las verdaderas intenciones del “doctor”, sacándole a la luz de su sombra  sus demonios interiores y las oscuridades de su verdadero yo. Creo además que cada uno se merece su sombra. Existen sombras frágiles y transparentes. Otras son pesadas y grotescas. Los muertos no tienen sombra. Esta fue la primera que huyó de sus despojos carnales. ¿Hacia dónde parten? No lo sé.

Sí. La sombra es nuestro hálito. Es el soplo de vida que nos acompaña desde que nacemos. Que nos habla por medio de sus figuras siempre diferentes, dependiendo de cómo estemos erguidos ante el sol. No en vano tenemos las expresiones coloquiales y ancestrales, casi como un manual de sabiduría y brújula primitiva: “Ojo, ese tiene mala sombra”; “Al que a buen árbol se arrima, buena sombra lo cobija”; “Tiene el sol a sus espaldas”; “Sombras nada más entre tu vida y la mía...”; “Tengo pensamientos sombríos”.

La sombra no miente. Nos refleja tal cual. Muchas veces se burla de nosotros y en sus líneas nos vemos alargados como lombrices flacas, o regordetes como pompones. Los perfiles los distorsiona, semejándonos a águilas en busca de una presa o a hocicos de bóxer achatados y sin forma. La sombra no hace venias. Cuando las hacemos serviles, ellas simplemente se encogen como queriendo desaparecer. Cuando nos alzamos como dioses, se estiran tratando de escaparse de nuestra estridente pretensión. Sin la sombra no existiríamos. Seríamos tal vez una pobre sombra de nosotros mismos. La sombra siempre es oscura y sencilla. No le gusta disfrazarse ni adornarse de abalorios. En la sombra no salen los destellos de los diamantes, ni las arandelas conque nos adornamos. Las sombras no distinguen de clases sociales ni económicas. Cada uno tiene la suya. Intransferible. Única. Irrepetible. Es la única que juega con el sol.

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