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Baso este escrito en la pasada columna de Juan Carlos Botero en este mismo diario, titulada “Una defensa de la decencia”. Abro comillas y le robo este fragmento: “En Colombia llevamos demasiado tiempo sufriendo la violencia. Pero el mayor error consiste en creer que la violencia la generan otros. Nosotros no. Son asesinos organizados y remotos, viviendo en cambuches en la selva o en mansiones de narcos, los culpables de la violencia. Por eso creemos que la violencia se acabará con procesos de paz, y estos no le corresponden a la ciudadanía, sino al Estado”.
Tiene toda la razón. Los ciudadanos del común nos lavamos las manos más que Pilato, escribimos tuits y chats pontificando, criticando, “debatiendo”, pero seguimos tan campantes como Johnnie Walker en nuestras vidas cotidianas, como si no estuviéramos sembrando y cultivando precisamente la semilla nefasta de la violencia con peleas intestinas y descalificaciones al que no comparte nuestras ideas.
Como decía el boquinche del chiste: “En esta esquina, el demoño rojo y en esta otra esquina, el demoño rojo”, recibiendo rechiflas y burlas del público. Él repetía azorado: “En esta esquina, el demoño rojo y en esta otra esquina, el demoño rojo”. Hasta que el público se calentó, empezaron las trompadas entre todos y patearon al anunciador boquinche que jamás comprendió qué pasaba mientras se retorcía por las pelotas pateadas, las propias. Resulta que en una esquina del ring estaba el demonio rojo y en la otra estaba el de moño rojo, pero jamás pudieron entender. El boquinche desató la guerra y nadie subió a tiempo a la tarima a explicar.
La violencia, como afirma Juan Carlos, la iniciamos nosotros, con nuestra intolerancia, con los hijueputazos y pitazos que les mandamos a los que estorban en el tráfico cuando cerramos al de la moto o él se atraviesa.
La iniciamos en los hogares permisivos, sin límites ni reglas, alcahueteando todos los desmanes de los hijos. Tratamos tiranamente a las personas que trabajan para nosotros y que vemos como inferiores; muchas amas de casa tasan la comida de las empleadas domésticas y exigen cosas hablándoles de mala manera. En otros “hogares” el abuelo abusa sexualmente del nieto o el padrastro lo hace de alguna hijastra, bajo el silencio absoluto de los que se dan cuenta. El fundamentalismo empieza en las casas, en las familias; el machismo, también; el maltrato a la mujer, ídem.
El racismo lo tenemos incrustado en la sangre. Cuando alguien blanco o medio clarito de piel triunfa, nos referimos a él por su nombre. Si es de color, hablamos del triunfo del “negro”. Si caminamos solos por la calle, no sospechamos del joven blanco que se acerca, pero si es oscurito salimos corriendo o nos metemos en algún almacén. A la vicepresidenta Francia Márquez se la tienen montada por su piel. Marta Lucía Ramírez fue un desastre, pero pasó como el rayo del sol por el cristal, sin romperse ni mancharse.
Violencia es construir viviendas de 40 metros cuadrados para hacinar familias que por ser pobres tienen que apucharse en espacios diminutos sin la mínima posibilidad de intimidad, facilitando la violencia doméstica, peleas, incestos y todo lo inimaginable. Son focos y semilleros de rabia, de rabia rabia.
En los colegios no enseñan nada que tenga que ver con tolerancia, responsabilidad social, valores de respeto y comprensión del otro. Odiamos porque sí y ajá, pero la violencia está en las selvas, en nosotros no.
Vuelvo a la columna de Juan Carlos Botero: “Hasta se puede decir que la tajada más grande y valiosa de la problemática es a nivel social y personal. Se necesita pacificar el alma de los colombianos, así suene cursi, y renovar la forma de tratarnos”.
