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ROJO SANGRE. ROJO ALERTA. ROJO peligro. Rojo violencia. Rojo erotismo. Rojo prohibición. Siempre este color ha sido sinónimo de algo que se escapa a los límites.
En Alcohólicos Anónimos, la ficha roja, después de tres meses de sobriedad significa Alerta. En los semáforos nos indica frenar. Las páginas periodísticas así denominadas incluyen asesinatos y robos. El símbolo de Colombia (no sé por qué) es corazón-rojo-pasión. Al toro se le cita con la muleta roja. Sobra por lo tanto explicar el significado del Distrito Rojo de Amsterdam.
Vitrinas de neón rojas tras las cuales mujeres jóvenes y “jechonas”, delgaditas y abundantes, rubias y morenas, se contonean cada una a su ritmo, con miradas felinas, bocas rellenas de bótox, pestañas a lo minnie-mouse, piernas maquilladas, uñas vino tinto, lenguas húmedas y pucheros, tratando de atraer clientes de cualquier sexo, edad, nacionalidad, aberración o tamaño, para negociar y poder cerrar los cortinajes de terciopelo perfumado y trabajar un cuarto, o media hora en paz (o no tan en paz, pues cada movimiento rítmico o seco significan menos o más euros).
La callejuela empedrada y larga como un túnel que desemboca en una iglesia antigua de ladrillo y repica sus campanas a cada rato interrumpiendo la noche, para recordar tanto a clientes como a las damas que no se preocupen, que el que peca y reza empata. El canal corre paralelo a las vitrinas y en medio, golpeando adoquines, la muchedumbre serpentea curiosa, lasciva, enmarihuanada o indiferente, en un hervidero humano que recorre y una y otra vez los callejones empedrados para asomarse a los cristales. Abundan las risas nerviosas, los orientales engominados, los viejos panzones, los turistas despistados, las jóvenes pudorosas que miran de reojo, los latinos excitados de “verlas” en carne y hueso. En el callejón principal están las más jóvenes. Los laterales muestran las carantoñas pintarrajeadas y las carnes flácidas. Pelirrojas, morenas, boconas y ganchudas. Gustos para todos. Cafetines y escaleritas. Me asomo curiosa al museo de la Marihuana, lastimosamente cerrado por la hora tardía. La vitrina ofrece diferentes clases de cannabis sativa. Orígenes, pureza, folletos de cómo cultivarla. Metederos cercanos reciben a los fumadores. Dentro pueden inhalar lo que quieran. Pero los que fuman cigarrillos corrientes lo tienen que hacer en los andenes pues “el tabaco es nocivo para la salud”.
No sé por qué siento una enorme tristeza. Un frío melancólico que se entra por los huesos. Pienso en la cantidad de muertos y prisioneros de Colombia, en la cantidad de violencia y sangre derramada por esta yerba que aquí en Holanda no sólo es permitida sino que ostenta museo propio. Pienso en las putas maquilladas y contoneándose tras los cristales, presas del tedio, mirando el reloj, hablando por celular y rezándole a no se sabe quién que los clientes lleguen rápido, se muevan ídem y dejen los euros, para poder cerrar sus cubículos e irse a descansar. No sé si este espectáculo rojo triste excite a los jóvenes, los viejos barrigones o los machitos en celo. No veo cómo eros puede alzar vuelo así. Pero de todo se ve en estos callejones empedrados, reflejados sus faroles rojizos en las aguas frías de los canales. Me llamó la atención tanta vitrina abierta. Las que estaban con las cortinas cerradas eran muy pocas. A lo mejor el Distrito Rojo se convirtió en lugar más para recrear el ojo que para ejercitar otras cosas. Seguimos caminando, ya con el viento otoñal de la noche pellizcando la piel, dejando la muchedumbre itinerante, las vitrinas rojizas, las damas de bocas pintadas de botox y las siliconas iluminadas por las luces de neón atrás. Todo envuelto en un aire turístico y decadente, rutinario y gris.
P.D. A propósito, no se ven siliconas sino en el distrito rojo... Sólo para tenerlo en cuenta.
