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Caigo en cuenta, de repente, de que todos los seres humanos tenemos un mismo común denominador interior: los temas de los que hablamos y los intereses, según la edad, son todos semejantes, sin importar raza, posición social, economía, nacionalidad, religión o ideología. Voy a tratar de explicarme.
Primavera. Hablamos de amor. Descubrimos los primeros besos. Sentimos mariposas en el ombligo. La vida deja de existir si “él o ella no están”. Nos sudan las manos. Tenemos pavor al rechazo. Sentimos celos feroces. Ansiamos aislarnos de los padres, ser independientes. Escondemos fragilidades. El futuro es algo lejísimo y no pensamos en él. Los mayores son “jartísimos y hablan bobadas”. Sentimos envidia, queremos coger el cielo con las manos. Todo es posible. Nada nos detiene. Deportes, aventuras, chismes, curiosidades “pecaminosas”, rabietas repentinas. Descubrimos la amistad incondicional. Imperan las carcajadas y los llantos, las palpitaciones y las tristezas. Y así, queramos o no, vamos entrando en el verano.
Verano. Ya casados, vidas compartidas, cama compartida. Partos, insomnios, bebés gritando a todo pulmón. El pediatra es el único y verdadero dios. Hombre y mujer conociéndose a la brava, máscaras fuera. Cotidianidad, rutina, problemas económicos, personalidades dispares, discusiones, peleas, orgasmos reales o fingidos. Problemas en el trabajo. Educar sin malcriar a los hijos. Fiestas, frivolidad, competencia social, celos por si “nos ponen los cachos” o por las ganas de ponerlos. Las mariposas en el ombligo desaparecieron misteriosamente. Aparecen las primeras arrugas, las tentaciones. También las alegrías compartidas y la solidaridad en momentos difíciles. El camino es largo y culebrero. Psicólogos y psiquiatras nos ayudan a transitarlo. Los bebés van creciendo y ya casi llegan a sus propias primaveras.
Otoño. La mal llamada madurez llega silenciosa y sin avisar. De pronto aparece un sentimiento desconocido, mal llamado resignación. Si el matrimonio sigue vigente, aparecen también nuevas ilusiones: viajes, lecturas, reuniones con “los amigos de siempre”. Los deseos corporales ya no son tan fuertes. La mayor pasión es el gimnasio, y aparece una súbita tentación por un poco de bótox o ácido hialurónico (sin que se note mucho). Hay que respetar a los hijos porque “ya crecieron”, y algunos están estrenando su propio verano. Aprendemos a jugar cartas, a hablar de política, a criticar todo, a conocer la ansiedad… y un poco de insomnio. Llegan los nietos y el universo se expande con una luz sobrenatural y amorosa. Son el mejor regalo de la vida. Se nos chorrean las babas viéndolos babear. Adoramos sus llantos, queremos cargarlos día y noche. Son perfectos.
Invierno. Ya somos los abuelos. Los hijos peinan canas. Algunos ya están en segundas nupcias. Los nietos se gradúan, entran expectantes en sus primaveras y se van a comerse el mundo, como también lo hicimos nosotros. Caminamos más chuecos. Leemos ávidamente. Observamos cómo se arrugan “los otros” mientras nos da pavor el espejo… y el de aumento va a la basura. También descubrimos que sí existen amistades eternas, aquellas de la primavera lejana. Socializamos. Algunas parejas todavía se miran con ternura y se toman de la mano. Llegaron a sus Ítacas y lograron no sucumbir en el camino. Llantos por los que se van marchando a otras galaxias. Momentos de soledad, a veces enriquecedores, a veces solitarios.
Caemos, de repente, en cuenta de que los inviernos también tienen una belleza especial. Desafortunadamente, no todos logran vivir esas cuatro estaciones.
Personalmente, solo tengo agradecimiento con la vida, que me las regaló completas y plenas. Miro las ceibas y les mando besos. Algún día, seré ceiba, y por la savia seguiré expandiendo amor, completando ese mágico círculo de la vida.
