Juan Luis Panero. Álvaro Mutis. Orfebres de palabras. Caminantes eternos. Amigos unidos en nudos marineros entrelazados con versos en hojas en blanco, único puerto seguro para plasmar desencantos, amores, ilusiones. Palabras y palabras unidas en cadencia perfecta, sin conceder sílabas a la rima superflua.
Palabras decantadas como gotas de agua que caen lentamente, separadamente, esculpiendo, tallando, modelando.
No sé por qué, en este instante, los veo en el barco-planchón “Calicuchima” que se agitaba entre las aguas encrespadas del Pacífico, entre las islas Galápagos. Planchón con camarotes, atestado de cucarachas. Sí. Esa noche de luna y olas enormes, casi a la deriva porque el capitán estaba tirado borracho en su camastro y un adolescente descalzo trataba de dominar el timonel. Recuerdo a Mutis paseándose, lentamente, una bufanda al cuello, oteando el horizonte oscuro, tal vez pensando que Maqroll había encontrado su destino final en ese fin de mundo, donde las iguanas y los leones marinos son, con las tortugas, los reyes de la creación.
Juan Luis, acompañándolo, salpicado por espumas saladas en su rostro marcado por el terror de esa noche fantasmagórica, fumando incansablemente y bebiendo de un botellín de plata su vodka, antídoto contra todo temor.
También los veo, en esa isla desierta, abandonados del mundo y olvidados del avión que se suponía llegaría a rescatarnos tratando de espantar la certeza de una muerte tenebrosa, por la sed y ese sol calcinante sin sombra posible, con Luis Goytisolo, Ángel Rama, invitándonos a pronunciar nuestras últimas palabras, y en el caso extremo, escoger a quién nos comeríamos primero, ya vueltos carne seca, cuando el hambre llegara...
Juan Luis en su apartamento en el Parque Nacional, rodeado de recuerdos y fantasmas. Con su camisa inglesa, su gesto burletero y ese rictus entre cansancio y hastío. Acompañado siempre por el vodka y el humo, buscando siempre la palabra exacta, el mesurado y afilado gesto, gestando esos poemas dolorosos, punzantes, tiernos y desgarrados.
Álvaro en el Gran Hotel de Estocolmo, llenando los enormes espacios alfombrados con sus carcajadas, ese calor humano de oso gigante, o abrazando a Gabo en ese día de triunfo.
Dos llamaradas que iluminaron con palabras perfectas el cielo estrellado de la poesía. Dos llamas al viento que el viento, casi al unísono, apagó. Llamaradas que seguirán girando eternamente unidas, más allá de la vida, más allá de la muerte.
Ya, eternos, libres del “Paso atroz del tiempo”. Más allá del dolor.