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Los desaparecidos

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Aura Lucía Mera
15 de julio de 2014 - 04:19 a. m.
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No. No me voy a referir a los miles y miles de desaparecidos por los oscuros, demenciales, cobardes y atroces actos de las guerrillas de los paramilitares, de las FF.AA., de las bandas criminales, de las pandillas, de los sicarios de los narcos. Y existen libros sobre memoria histórica, estudios, investigaciones, especialistas que están sacando a la luz del día esta barbarie.

No. Me refiero a la última gama de “desaparecidos”. Alta gama. Desaparecidos de lujo. No aparecen flotando hinchados en las aguas turbias de los ríos, ni sus restos calcinados en alguna ladrillera, ni sus cabezas flotando en bajamar. Simplemente no aparecen. Punto.

Se desvanecen de la noche a la mañana como por encanto. Un movimiento de la varita mágica y zuuuuummmmm: ectoplasmas inubicables, gaseosos, incorpóreos.

“Se dice que lo vieron... Parece que está... Se supone...”. Nada. Esfumados.

Curiosamente existieron. Eran de carne y hueso. Iban al baño. A lo mejor hacían el amor. Eran cabezas visibles. Tenían poder. Arengaban con el puño en alto. Acusaban y juzgaban. Se sentían omnipotentes. Sus dedos señalaban quiénes eran “los buenos y los malos”. Sus opiniones ocupaban las primeras páginas de los periódicos y los noticieros se peleaban por sus primicias.

Curiosamente todos eran vasallos de un jefe supremo: un hombrecito de mirada sinuosa y gélida, de piel rosácea y manchada, de deditos cortos y tensos, de sonrisa rictus, de sangre fría como las víboras, de entrañas mesiánicas, domador de equinos, sometedor de mentes, experto con el látigo, fustigador de oponentes.

Sí. Todos los desaparecidos de alta gama eran sus vasallos. Durante ese reinado comieron callado: obedecieron sin chistar, se arrastraron como sabandijas ante el supremo, ejecutaron órdenes a rajatabla, recibieron prebendas, repitieron como propias las palabras del libreto y jamás se salieron de él.

De pronto el reinado llegó a su fin. Los aplausos cesaron y el telón de fondo, curiosamente, en vez de cerrarse para siempre, se fue abriendo casi impúdico para mostrarle a la audiencia la tramoya, la utilería, los escenarios de cartón, los disfraces, las rampas y tarimas, el polvo guardado en los rincones...

Los actores de la farsa se vieron de pronto despojados de sus caretas, pelucas y oropeles. Se fueron quedando sin maquillaje, “a cuero vivo”. El libreto había desaparecido. Deberían contar los secretos del guión...

Entonces, oh la magia del teatro: van desapareciendo, haciendo mutis por el foro sin presentarse muchos para la venia final. Sabían esos actores que si develaban el guión, y sus derechos de autor, se verían en aprietos... Habían jurado ante el supremo jamás abrir la boca. Pero para eso tenían que desaparecer.

Y así es como con un movimiento de la varita mágica, zummmmmm, se van evaporando las conejas, los pinchers, los doctores corazón y tantos otros que, si bien no están suficientemente invisibles, andan calladitos por los rincones. Asustados de su propia sombra y dispuestos a zarpar a la isla de Nunca Jamás hasta que el hada Campanita se aburra del tintineo celestino y los conmine a regresar.

Mientras tanto, en los predios del supremo se sigue cantando “sadacabulaaa, mahicabulam, bíbidi, bábidiii, buuuuuu”. Y siguen creyendo que todo se logra. Con sólo decir “bíbidi, bábidi, buuuuuu”.

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