Lo recuerdo como si fuera hoy. Édgar Bustamante, el entonces gerente general del Círculo de Lectores para América Latina, con sede en Bogotá, coordinó un encuentro de escritores hispanoamericanos en Quito. Entre ellos estaban Jorge Luis Borges, Ángel Rama, Luis Goytisolo, Álvaro Mutis y Ernesto Cardenal.
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Los responsables de Borges éramos el poeta español Juan Luis Panero y yo. Teníamos pánico de que le sucediera algo. En Quito le armaron una manifestación en contra. Bajando en el ascensor del Hotel Colón, le pregunté si no tenía miedo. Él respondió: “¿Miedo? Si lo único que nos mata es la vida”. Esa noche comimos en el hotel y al maestro se le ocurrió pedir pasta. María Kodama, que lo trataba a las patadas, le dijo furiosa: “¿Pero, Borges, por qué pides espaguetis si sabes que no los ves?”. Panero y yo quedamos petrificados. Borges se plantó la servilleta como babero y se los comió todos sin chorrear nada.
El premio era un viaje a las islas Galápagos (sobra decir que a Borges no lo llevamos). Al arribar a Baltra después de varias horas en un avión de la Fuerza Aérea Ecuatoriana, nos subimos a una barcaza que nos llevaría en un crucero de tres días por las más importantes islas del archipiélago: Fernandina, Isabela, Floreana y Santa Cruz.
Los camarotes estaban llenos de cucarachas (al capitán se le había olvidado fumigar). Había que entrar de perfil. Yo me bebía todo lo que me encontraba y por la noche ya era amiga de los animales. Maqroll el Gaviero se negó de plano. Dormiría en cubierta con Ángel Rama y Eduardo Polo, jinchos de trago, obvio. Nunca supe dónde durmió Goytisolo.
El mar bravío y unas corrientes marinas tenaces sacudían al Calicuchima como cáscara de nuez. Una noche feroz subimos todos a cubierta aterrorizados. Maqroll se paseaba con su pipa en la boca, un abrigo azul, desencajado. Había descubierto que el capitán se había quedado dormido borracho y el timón estaba en manos de un adolescente que nadie sabía de dónde había salido en medio de las olas y la oscuridad. Sentimos pavor y certeza de que moriríamos estrellados contra una roca y nos disolveríamos en agua salada.
Amaneció. Llegamos a una de las islas, Santa Cruz, demudados y temblorosos. Nos sentamos en una mesa bajo un paraguas raído y pedimos cerveza para brindar por la vida. En eso un pájaro enorme de pico largo y blanco (no sé si era garza, gaviota o qué) se acercó volando, aterrizó al lado de Maqroll, metió su enorme pico en la cerveza y se la bebió. Alzó el vuelo y chao. No recuerdo quién pagó la cuenta.
Seguimos caminando por los senderos permitidos viendo iguanas gigantes, albatros, leones marinos, focas llenas de mocos y aves de patas azules. Ángel Rama y Juan Luis Panero jamás se bajaron de la barcaza. La primera iguana que divisaron desde la cubierta les puso los pocos pelos de punta y no hubo poder humano que los convenciera.
En Estocolmo, Maqroll y yo nos volvimos a encontrar. El nobel, su íntimo amigo, rogaba que le contara la aventura una y otra vez, y las carcajadas de Mutis retumbaban en el Gran Hotel mientras Gabo se reía y olvidaba por un rato su nerviosismo y estrés.
Se cumplen 100 años del nacimiento de Álvaro Mutis, personaje inolvidable e irrepetible por su prosa impecable, bonhomía y gracia. Lo recuerdo caminando de arriba a abajo en el Calicuchima en esa noche de terror. Maqroll el Gaviero, peregrino del mundo, eterno en sus libros. Ojalá en otra dimensión nos encontremos para escuchar tus carcajadas.