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SEIS EN PUNTO DE LA TARDE. EL sol de los nevados exhala sus últimas bocanadas incandescentes antes de perderse entre el ocaso azul.
La temperatura exterior baja en grados mientras en el pequeño auditorio del recinto sagrado que guarda las palabras de la patria para que nunca perdamos la memoria sube la temperatura. Los recuerdos se apoderan del presente y llenan el recinto de luces de colores veloces, que como caleidoscopios brillantes, invaden el alma de cada uno del los asistentes.
En el podio de honor Belisario, no el ex presidente sino el poeta, Eduardo Escobar, el poeta que nunca quiso llegar a ser presidente de nada, y Jotamario, el poeta homenajeado, presidiendo honores una vez más. Tres voces vivas y vibrantes, unidas en las letras, en las rimas, insaciables en hurgar las entrañas y los misterios de una cadencia, en mantener viva la esperanza de que no todo está perdido mientras nos alimentemos de pensamientos encadenados en estrofas, mientras tengamos la capacidad de recordar al “Viejo poeta de Alejandría”, estremecernos con el Manifiesto de Gonzalo Arango, practicar las enseñanzas del filósofo de Otraparte, rebelarnos contra la realidad mediocre y plana y dejar divagar la imaginación y el corazón por los caminos intangibles de la palabra escrita, de la palabra que rima o denuncia, que señala o llora, que exije o perdona, que nos hace libres porque ellas mismas no se dejan limitar jamás.
En el podio de honor Belisario, el poeta, recordando sus épocas de nadaísta, sus primeras incursiones en la poesía, su novela inacabada por pudor, que lo consagró como novelista, su reiterativo peregrinar por Alejandría siguiendo una y otra vez los pasos de Kavafis hasta cometer la osadía de traducir algunas de sus estrofas al español, recordándonos que aprendió griego como castigo en la escuela de su pueblo enclavado en la montaña, y que ese castigo precisamente fue su triunfo porque le abrió las puertas del conocimiento universal.
En el podio de honor Eduardo, el menor de la generación nadaísta, el discípulo consentido de Gonzalo, de Almikar, de Gallinazo, de Jota. Enjuto, ahora, en sus sesenta, tapando su privilegiada inteligencia y la acidez corrosiva de su humor y su sabiduría bajo un sombrero de fieltro, recordando apartes del alucinante viaje de su vida nadaísta, con sus compañeros de aventuras descarnadas y riesgosas por el mundo del pensamiento demoledor, que estremecieron toda una generación y oxigenaron la historia de las letras en esta patria, hasta ese momento, exclusiva del Sagrado Corazón.
En el podio de Honor Jotamario, ganador del Premio Chino Valera Mora de la Fundación Rómulo Gallegos, con su libro Paños menores, en el que nos comparte cómo “Lo más grande que recuerdo en mi infancia es la mesa de sastrería de mi padre que ocupaba tres cuartos del comedor... entre rollos de paño que tenían un olor que aún perdura en mi memoria”. Jotamario con el alma desnuda, abriéndose a esa sensibilidad infinita que lo hace vulnerable como la “casa de las agujas” donde creció y arropó su soledad, sus ilusiones y sus sueños, que lo llevaron a pinchar y tijeretear esquemas, romper moldes y crear desde las palabras, una verdadera revolución.
