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Hace unos años me dio por meterme en cuanto taller había de meditación, sanación, crecimiento personal, búsqueda interior, respiración holotrópica, retiros tipo ashrams. Como en esa revista Selecciones del Reader’s Digest, donde nos daban la fórmula para ser felices en 10 días. Me metí de narices en los libros de Osho, la biblioteca se me fue llenando de autoayuda. Mejor dicho, de cabeza al estanco.
Me pasó de todo. En una ocasión tuve que subir vendada por una colina, siguiendo solamente la voz del tallerista para orientarme, de mí dependía quitarme la venda y hacer trampa o arriesgarme. Opté por lo último, me caí de jeta varias veces, casi se me incrusta una rama en un ojo, me pinché con espinas, rodé bocabajo, comí tierra, al fin llegué medio muerta y llorando a la cima, los moretones duraron varios días.
En otro de orientación hindú nos dieron un espejo para proyectar la imagen de una persona odiada y no mi cara. Lo logré con tal eficacia que grité, la putié, di alaridos y rompí el espejo. En otra ocasión me dio por tirarle cojines (menos mal eran cojines) a un Cristo crucificado, valga la redundancia, en una capillita, gritando toda clase de blasfemias. Me tuvieron que parar y como daba patadas se me tiraron encima para calmarme y casi me asfixian.
Recuerdo una sesión de respiración con las rodillas medio dobladas, una amiga terminó revolcándose en el suelo dando vueltas como enrollada en una alfombra y otro señor resultó “hablando en lenguas”. Menos mal me dolieron las rodillas y me senté, no sé dónde hubiera terminado, prefiero no saberlo.
He evitado las constelaciones familiares a toda costa. Leo al respecto y averiguo que son las más peligrosas.
Traigo el tema porque estas pseudoterapias están de moda otra vez y, lejos de ayudar, son por lo general disparadores de ansiedad, depresiones, angustias, inclusive llevando al suicidio. Una gran amiga mía se metió a un taller de silencio y oscuridad total de 10 días y terminó con su vida, porque estaba urgida de reencarnar. Lloré como loca, me hace falta, Espero que esté feliz donde esté, pero no perdono a esa secta (nadie la ha investigado, queda cerca de Bogotá).
Mis primeros retiros espirituales fueron en Cali, dirigidos por un cura español que escupía al hablar. Dormíamos en unas celdas con catre de hierro. Salí convencida de que me iba a condenar y no había posible perdón para mis pecados (otras amigas más avispadas se escaparon).
Estas pseudoterapias son un negocio, una estafa. Se juega con la psiquis, las emociones, los temores, hasta llevarnos a catarsis momentáneas que no tienen después ningún seguimiento. Abren heridas, develan secretos, remueven culpas y luego “chao, candao”, cobran y se van, dejando a sus pupilos más locos que una cafetera en reverbero.
La estabilidad emocional es un camino largo, doloroso y lento, para eso existen profesionales psicólogos o psiquiatras. Todos somos frágiles y muchísimas veces no podemos cargar solos con los bultos emocionales y los asuntos no resueltos. Duelos, fobias, rencores. Alguien decía que “somos tan enfermos como nuestros secretos” y es cierto, pero los famosos talleres y las constelaciones ayudan un carajo, revuelven el sancocho y lo dejan ahí tirado.
No coman cuento. Yo por lo menos ya no lo hago; ya los viví, los padecí y los repudié. Si necesitamos ayuda, busquémosla con profesionales éticos, porque también en estas profesiones existen muchos charlatanes y manipuladores. Ojo con la salud mental, es más importante que la física. Boten a la basura a todos esos autores de “autoayuda”, comida chatarra para el alma, más dañina que cualquier bolsa de papas fritas. No caigan en la trampa, ¡yo caí!
Creo que todos los seres tenemos que atravesar un desierto en algún momento de nuestras vidas para volver a encontrar el oasis de la paz interior y poder vivir en el presente. ¡Hagámoslo de la mano de alguien en quien podamos confiar!
