Arrancó la Novena en el conjunto. Un año más de panderetas, villancicos, avemarías y maracas. Es la primera vez que asisto. Siempre me limito a poner unas tiras de luces de colores entre las matas de la terraza y así meterme en el “espíritu navideño”.
Quedé boquiabierta. Ya ese trabalenguas rimado que inventó un fraile franciscano en Quito en el siglo XVIII pasó a mejor vida y ahora se comparte un texto que lleva a la reflexión. Prosa sobria. Esa primera noche compartimos reconciliación y comprensión con intervalos de villancicos tradicionales. Los pastores a Belén, Tutaina y el Ave María se turnaban con las lecturas.
A una de las vecinas —aclaro que es un conjunto pequeño donde formamos parte de una “familia extendida” amable, cordial y cálida— le tocó en suerte el padrenuestro. Solo compartió la primera parte. Creímos que se le había olvidado y todo siguió hasta el momento de los buñuelos, los hojaldres, el manjar blanco y la gaseosa.
Al preguntarle por esta “mutilación”, nos respondió con honestidad y convicción: “Desde hace años la he suprimido. La petición de ‘Perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden’ es una responsabilidad muy grande. Yo todavía no soy capaz de practicarla del todo. Es algo muy difícil”.
Me llegó al alma. El padrenuestro es una oración universal. Cualquier religión la acepta. Es un tratado de filosofía profundo. Una guía de vida. Una brújula. Una invitación a vivir el día, solamente el día, “el pan nuestro de cada día”, honestamente, sin rencores, sin odios, sin caer en tentaciones oscuras, etc.
Pienso en todos aquellos de misa diaria que recitan este texto como loros sin practicar jamás lo que están pidiendo. Siguen creyendo que tienen la verdad revelada, pontifican y se parapetan en oraciones que jamás aplican. Aquellos que matan en nombre de Dios. Aquellos que juzgan y califican como les da la gana los conceptos de “el bien y el mal”.
Si interiorizáramos el pedir perdón “como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, ya tendríamos un país en paz, ya se estarían cicatrizando las heridas de la violencia que nos ha desangrado, ya podríamos dormir con la conciencia tranquila. Pero no somos capaces, y entre más camanduleros y rezanderos somos, más odiamos, más acumulamos rencores y rumiamos ofensas.
Es una paradoja extraña. Este país es católico por tradición, aunque en la Constitución lo tilden de laico, pero si miramos hacia atrás nuestra historia, la violencia se originó en la población más creyente, católica, de rosario en mano y sagrados corazones colgados en las paredes. La población de pensamiento liberal fue estigmatizada, excomulgada y perseguida precisamente por los que rezaban el padrenuestro a diario.
A mí me ha costado un gran esfuerzo liberarme emocionalmente de todos mis rencores, de esos fantasmas oscuros, sanar heridas del alma, no dejarme arrastrar por esas corrientes de rabia, no juzgar, no ver buenos ni malos sino seres humanos y sus circunstancias. No lo he logrado, pero cuando pido al Padre Nuestro —que para mí es un Poder Superior como lo concibo— ese perdón, lo pido de verdad, para que me dé la fuerza para perdonar y perdonarme.
Agradezco de corazón la honestidad de mi vecina, su verticalidad de pensamiento y su coherencia. Estoy segura de que todos los asistentes a los villancicos y buñuelos salimos tocados y reflexionando sobre qué es lo que pedimos al Padre, al Abbá, y a qué nos comprometemos.
¡Una feliz Navidad! Ojalá nos comprometamos de verdad con el amor, la paz, la reconciliación y la comprensión. ¡Nunca es demasiado tarde para intentarlo, practicando el padrenuestro lo podremos lograr!