PRIMERO LO PRIMERO. LLEGAR A LA Embajada de Francia a renovar la visa. Documentos en regla. Llamada previa para preguntar horarios de atención.
Comienza el calvario. Todos los colombianos y algunos extranjeros reunidos para los mismos fines, renovación, información, petición por primera vez, a merced de un guarda de seguridad, encuevado detrás de una ventanilla minúscula con vidrios de seguridad, que se abre sólo a voluntad del uniformado, que ostenta el omnímodo poder de cancelar citas si se llega algunos minutos tarde, entregar fichas, hacer esperar indefinidamente bajo el agua si está lloviendo y todavía no ha abierto las puertas de la “sala de espera”, o al sol, cuando el día está más benevolente. Una tranca de madera mantiene las puertas cerradas hasta que el de la ventanilla tiene a bien levantarse y abrirlas.
La puerta se abre y un orinal es lo primero que nos recibe. Varios asientos azules orientados hacia una pantalla de televisión a todo volumen sin que se pueda ni cambiar de canal ni bajarle los decibeles. Algunas mesas redondas con retazos de revistas viejas. Ninguna información sobre Francia. Ningún folleto turístico. Ni siquiera el periódico de ayer. Ni modo de tomarse un tinto o una gaseosa. Ni greca, ni maquinitas, ni agua. Nada de nada. Un libro para sugerencias. Me tomo el trabajo de leerlas, ya la tercera vez que fui, resignada a pasarme una o dos horas en el recinto.
Curioso pero cierto. El noventa y nueve por ciento, eran de quejas respecto al servicio de la Embajada: informaciones desactualizadas en internet sobre los formularios, quejas sobre el trato descortés –por decir lo menos– del guardia de seguridad encuevado en su guarida, varios viajes perdidos por mala información de ciudadanos que tuvieron que desplazarse desde otras ciudades de Colombia para diligenciar sus trámites, etc. No sé si algún funcionario las lee, ni mucho menos si las toma en cuenta.
Una vez traspasada la barrera infranqueable y hostil del personaje en cuestión, el ambiente cambia. Orden, amabilidad, eficiencia. Al recibir la visa, después de tres intentos fallidos, pido hablar con un funcionario de mayor nivel. Me recibe cordial. Le expongo lo observado en la “sala de espera” y le comento lo leído en el libraco de sugerencias. Lo mismo respecto al trato ofensivo y dictatorial del guarda de seguridad. Toma nota atentamente.
Le agradezco su tiempo y su atención. Conozco y amo Francia. He visitado su capital y sus costas algunas veces. Tuve el honor de ser invitada al Elysee por el ministro de Cultura Jack Lang. Por eso, con todo el respeto, sugiero que extiendan su cortesía y sus buenas maneras a la sala de espera. Creo que Francia merece tener una primera imagen más amable y los que diligenciamos los trámites para visitarla también.
No sé por qué estas mismas situaciones se presentan en otras embajadas: España, Italia, EE.UU. para sólo mencionar algunas. Parece que fuéramos, los colombianos, una manada de indios terroristas y narcotraficantes, escoria de la tierra, fuente de ilegales y personajes poco recomendables. No. Somos muchos más que eso. Colombia merece un poco más de respeto. No más estar a merced de guardas malencarados que nos tratan y nos miran como si fuéramos sus enemigos con una bomba de tiempo dentro del celular.
Con todo respeto, repito, soy, a través de esta columna de opinión, vocera de cientos de ciudadanos que tienen que someterse a este vía crucis para poder viajar. Con muy poco cambio, lograrían muchísimo. Nada les cuesta accionar. Ya la próxima columna la enviaré desde la Ciudad Luz. Les contaré.
P.D. ¿Se acabaron de enloquecer los presidentes Evo Morales y Hugo Chávez? Que Dios nos coja confesados. Au-revoir.