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Preguntas sin respuesta

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Aura Lucía Mera
18 de noviembre de 2014 - 12:52 a. m.
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Recuerdo. Cali, Sagrado Corazón. Uniforme azul, blusa de manga larga, corbatín, medias café de trapo hasta la rodilla, zapatos Corona. Primaria.

 Clase de religión. No había salvación. La monja, trepada en su tarima, toda vestida de negro menos la toca, enrolladita y blanca, afirmaba con voz monocorde: “Todos los días millones de niños que mueren en pecado caen al infierno como las hojas del otoño caen de los árboles. Por toda la eternidad... Inclusive niños que han sido muy buenos, pero de pronto cometen un solo pecado, y si en ese momento mueren, van a dar al infierno. Por toda la eternidad... Y la eternidad es más que toda la vida, porque la vida se acaba”.

La clase de literatura daba alguna esperanza. Recuerdo. Nos contaban sobre Lope de Vega. Había pecado mucho durante su vida. Había hecho cosas malas, pero ya viejo se arrepintió y no volvió a pecar más. Cuando murió, inclusive, “murió en olor de santidad”. Creo que desde ese momento me enamoré de la literatura...

¿O sea que si me portaba muy bien, pero de repente se me salía una mala palabra, como “ajo o cerda”, o empujaba a otra amiga en el recreo o decía mentiras, y en ese preciso instante me moría, me iba para el infierno por toda la eternidad? ¿Qué iba a sentir al momento de morirme? ¿El alma era transparente en forma de corazón y se salía del cuerpo para buscar una nube y el cielo? ¿O se caía como una bola pesada y sucia para el infierno? ¿Sería invisible? ¿Volvería ver a mis papás? Y si mi mamá hubiera pecado un minuto antes de morirse, y estaba en el infierno, ¿nunca la volvería a ver?

¿Me dolería cuando, al enterrarme, me empezaran a comer los gusanos? ¿La boca se me iba a llenar de tierra? ¿Podría jugar en el cielo? ¿O pasaría la eternidad sentada en una nube sin hacer nada? ¿Dios sería querido conmigo?

Pasan los años. Noviazgos, matrimonios, hijos, nietos. El camino se acorta. El fin está más cerca que lejos. Me toma de sorpresa la pregunta puntual de una amiga: “¿Qué sentirá uno al momento de morir?”. Le respondo a lo frívolo: “No le puedo decir porque todavía no me he muerto... Pero ¿por qué no se muere y vuelve y me cuenta?”.

Retrocedo inmediatamente a esa clase de religión y a Lope de Vega. Las mismas preguntas... No existe respuesta. Por más que nos hablen de túneles y luces brillantes. Me prohíbo pensar. Busco un libro y me sumerjo en él. Vivo el día. Estreno cada amanecer. Me emociono viendo las ceibas gigantes cuando el viento mece sus hojas y bailan cadenciosas. Quedo hipnotizada mirando la luna llena o viendo cómo el sol se va acostando al occidente, despidiéndose en arreboles.

Sí. Me tengo prohibido preguntarme cosas que no tienen respuesta. Me gozo el día. Mis amigos del alma. Mis hijos y mis nietos. Los libros y la escritura. Ya llegará el día, ojalá lejano, en que la otra dimensión me responda. Eso sí, creo en Jesús y tengo un especial cariño y agradecimiento por mi ángel de la guarda, que ha trabajado a mi lado horas extras. ¡No necesito más!

Siento la energía de todos los seres amados que ya no están. Están a mi lado. Eso me basta. Para conocer el otro lado tengo toda la eternidad. Además, el amor nunca termina. En eso estoy de acuerdo con la epístola de San Pablo. ¡Lo demás me tiene sin cuidado!

P. D. Todo esto no me impide pensar a veces que hay mucho santo que sobra... Y que el infierno y el cielo los llevo dentro de mí. Cada día vivo con mis demonios y mis alegrías. Mis nostalgias y mis ilusiones. ¡Por hoy puedo decir que soy feliz!

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