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He visitado salas de cirugía, vestida como un marciano, con gorro, guantes, bata esterilizada y tapabocas, con la única condición de no hablar y mantener las manos cruzadas en la espalda para no tocar nada. Me quedo alucinada, hipnotizada.
Un microcosmos: silencio de respeto y concentración. Instrumentos de todo tipo: bisturíes, tijeras, hilos, separadores, agujas, bolsas de sangre “por si acaso”, oxígeno, luces, pantallas. Espacios enormes divididos para que cada cirugía pueda realizarse. Cada paciente en su camilla y el equipo listo para actuar: auxiliares, anestesistas, cirujanos.
¿Qué hace que alguien quiera ser cirujano? ¿La pasión por la adrenalina? ¿Es acaso una especie de alteración de la personalidad que conduce al deseo de ayudar a los demás cortándoles trocitos?
¿Una necesidad imperiosa de controlar, a sabiendas de que tenemos que soportar una enorme carga emocional? ¿Aprender a ser distantes, pero empáticos? ¿No caer en un ataque de empatía cuando el paciente tiene medio litro de sangre en la cavidad abdominal porque, sin querer, rasgamos la vena o arteria que no era?
“Estamos siempre al filo de la navaja. Es una obsesión con un hilo muy fino y doble que marca a todo el que se acerca, para bien o para mal. Después, nadie sigue siendo el mismo”.
“Muchos afirman que somos psicópatas sublimados que nos comprometemos a sacrificar la vida con estudios, noches de insomnio, horas enteras de práctica para ‘cortar congéneres en pequeños trozos’ con la promesa futura de mejorarles la vida”.
Estas reflexiones son de dos cirujanos: Paco Tavera y Julio Mayoral, excelentes y respetados en este complejo universo. Ese universo incierto, donde se juega la vida o la muerte, la recuperación o el fracaso. Donde no se permiten los nervios ni las dudas. Esa profesión que puede llevarlos a depresiones profundas, intentos de suicidio, adicción a tranquilizantes, paranoias, fracasos matrimoniales. Esa soledad absoluta cuando tienen que tomar una decisión de vida o muerte en segundos, cuando lo inimaginable sucede y no se puede compartir. Esa sensación de vacío, fracaso, silencio.
Además, deben lidiar con los familiares desencajados en las salas de espera, esperando noticias, aterrados por los resultados. Y ellos, los cirujanos, los únicos responsables: dioses y demonios malditos. Nadie les perdona un error, nadie les agradece lo suficiente.
Yo los admiro. A los que viven su juramento hipocrático. No a los que se dedican a facturar y enriquecerse, a los que no respetan a sus pacientes, a los soberbios “matasanos” y tramposos. Esta columna va en agradecimiento y respeto por los verdaderos cirujanos de vocación: hombres y mujeres, apóstoles que dedican su vida a mitigar el dolor.
P. D. Como escribe Henry Marsh, el neurocirujano inglés: “Ante todo, no hagas daño”, y confiesa que en su alma tiene su propio cementerio que le permite llorar sus errores y fracasos en su más íntima soledad.
