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Que nos cabe un piano

Aura Lucía Mera

27 de julio de 2021 - 12:30 a. m.

Creo en el derecho a morir dignamente. Creo en la eutanasia. Mucho más en esta época en que la tecnología médica “de punta” llena de inventos como tubos, respiradores artificiales, quimioterapias individualizadas que prometen milagros cuando ya se sabe que la metástasis ha invadido todo el cuerpo, comas inducidos y medicamentos experimentales se han convertido en el enemigo acérrimo de un cuerpo ya agotado por la enfermedad, los años, la pérdida de memoria, etc.

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Anteriormente se moría en la casa. El abuelo, la abuela, el adulto, el niño o el bebé enfermo estaban rodeados de cariño, de calor humano. Manos unidas, palabras, últimos deseos, silencios respetados: ese adiós definitivo se daba entre olores familiares, sonrisas de sus seres cercanos, lágrimas. Eran pocos los que partían aislados, entre enfermeros y cuidadores desconocidos que ahora llegan y salen de la habitación con sonrisas fingidas hablando en diminutivo para tomarle el pulsito, ver cómo está el corazoncito, si se tomó el caldito o simplemente para voltearlos como se voltea una arepa, limpiarlos como se limpia un mueble viejo, sin tener el mínimo contacto emocional ni conocer sus historias, sus añoranzas, sus ilusiones. Y lo más grotesco es que los familiares no pueden entrar sino de uno en uno y por poco tiempo.

Pero ahora me refiero al derecho inalienable de morir dignamente. La eutanasia es un derecho. Punto. Se escoge libremente. No es obligatorio. Ninguna ley puede obligar a nadie a sufrir ni a prolongar inútilmente esas vidas sin vida.

Sobre todo en este país en que la vida no vale nada. Miles y miles y miles de asesinados ya sea por guerrillas, mafiosos, sicarios, paramilitares, ladrones, desaparecidos flotando en los ríos, fosas comunes. A nadie le importa un pito la vida del otro y todo queda en la impunidad.

No tiene sentido que las masacres colectivas no importen y que exista un rasgamiento de vestiduras y escándalos cuando un solo ser enfermo y por voluntad propia quiere dejar de sufrir y decir adiós a un cuerpo que no funciona.

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Recuerdo la ira del curita del pueblo de Cayambe, Ecuador, donde Domingo Dominguín dejó escrito antes de suicidarse que quería ser enterrado bajo ese volcán, en ese cementerio indígena. El curita en cuestión se negó a asistir al entierro. Los suicidas tenían que ser tirados a los cerdos antes de caer en la caldera eterna. Muchos años después abrimos la fosa y, sorpresa, no existían ni cuerpo ni ataúd. Nunca supe si fue el cura de marras u otro fundamentalista católico que se encargó de sacarlo y desaparecerlo. Recogimos un pedazo de fémur y lo llevamos al jardín de la finca amada. Ese pequeño resto yace bajo un árbol de magnolia.

Como dicen en España: no nos hagamos los estrechos que nos cabe un piano. En mi caso, mis hijos conocen mi última voluntad: nada de tubos, nada de venenos químicos, nada de nada. En mi casa. Espero no los condenen por asesinato habiendo tanto asesino suelto e impune.

Asco es lo que produce esa doble moral. Si la vida no vale nada, respeten por lo menos el derecho a una muerte digna. Conéctense a la Fundación Pro Derecho a Morir Dignamente (DMD) y hagan respetar ese último adiós.

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