Así sean eternas las diez horas. Así sea eterno el Atlántico... Así de pronto el pánico invada al pensar por un segundo que el copiloto no esté en su mejor día y el piloto tenga que salir...
Ver llegar la noche y salir el sol, amarrada en el aire, en un tubo volador de última tecnología de Avianca, hipnotizada por una pantalla individual que me va mostrando minuto a minuto por dónde vamos, a qué altura, cuánto falta para ver tierra firme y bendecir las lombrices que son de la tierra y no vuelan...
Vale la pena. Atrás, como por arte de magia, quedan borrosos los pretelt, las conejas, los angelinos, los petros, los trancones, los atracos en los buses, las huelgas de Fecode, los lánguidos diálogos, las mentiras oficiales y las otras...
Al tomar el taxi del aeropuerto a Madrid, bajo un azul limpio de primavera, con los árboles estrenando contentos sus hojas, ya sintiendo ese olor peculiar de las calles, entre aceite de oliva y ajo, pregunto cómo ven la política. La puja entre Podemos, Ciudadanos, el PP y el PSOE. La respuesta no se hace esperar. “Esto es la misma mierda de siempre. La izquierda corrupta y en alianza con la izquierda nueva corrupta, que se las da de ‘mamerta pura’ y la derecha corrupta en alianza con la nueva derecha que se las da de normal y es igual de corrupta”. O sea, igual que en todas partes, sin importar de qué lado del charco estemos...
Aparte las componendas políticas, lo que vale la pena de todo este ajetreo es meterse en el Reina Sofía y en El Prado. Sumergirse en el Guernica de Picasso y contener el aliento. Permitirles a las retinas impregnarse de todo ese dolor, escuchar los gritos desgarradores, el estruendo de las bombas plasmadas en el lienzo, gigante, pincelada tras pincelada, en grises y negros y blancos feroces...
Extasiarse ante Roger van der Wyenden, el belga, que hace 700 años pintó el Descendimiento de Cristo, acompañado de sus Marías, el tríptico del nacimiento, la muerte y la resurrección, obras de tal perfección que no aceptan ningún adjetivo.
Clavar los pies en el suelo y atornillarse ante cada cuadro de Goya. Las cacerías, con sus perros de ojos locos... La gallina ciega, donde el juego se convierte en sensualidades vaporosas, los enanos y bufones grotescamente perfectos, Esopo ya viejo y descuidado observando la vida y el desengaño, el picnic junto al Manzanares con Madrid al fondo... El Goya lleno de colores y texturas, siempre con su carga de humor negro, denuncia y pasión. Asomarse entre la multitud para saludar entre codazo y codazo al Bosco y su Jardín de las Delicias antes de quedar hipnotizados con El carro de heno.
La Lechuga, cuajada de esmeraldas, perlas y diamantes, reina de El Prado en estos meses, obligando a sus miles de visitantes a hablar de Bogotá, Colombia o Popayán.
Aunque la humanidad siga su espiral de muerte, demencia, corrupción, siempre existirán refugios espirituales como los museos, templos del arte que nos oxigenan el alma, recrean la retina y nos enseñan que existen cosas eternas, intangibles, atrapadas entre bastidores, óleos, acrílicos, colores y carboncillos que nos inundan de emociones y nos devuelven el sentido de la vida y el amor.
Mientras existan el arte, los libros, la música, la poesía, siempre existirá la esperanza de la paz y de un mundo mejor.