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Rencores enquistados

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Aura Lucía Mera
26 de julio de 2016 - 02:00 a. m.
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La tercera edad, los años dorados, el otoño resplandeciente, la cuarta juventud o como se quiera llamar a la vejez, para atenuar un poco el proceso, conlleva una serie de marcas que ni Mandrake el Mago con bisturí en mano puede quitar.

Si vamos a lo físico, el antebrazo va formando aletas, los dedos empiezan a tener autonomía propia y cada uno marcha a su ritmo, los codos se acolchonan, el morro de la espalda crece, los tobillos se adornan de venitas azules, la pata de gallina jamás se deja dominar por el bótox, las orejas se descuelgan, el cuello perdió su forma de cisne, los muslos gelatinean, el poto se aplana, etc.

Los hombres adquieren caminado de alicate, llevando el peso de barriguitas cerveceras o de tamales y chorizos con el talle cada vez más arriba, o tan abajo que creemos van a quedar en boxers de un momento a otro. Las mujeres caminamos como si el peso de la vida lo arrastráramos en las caderas y en ambos géneros cualquier tropezón puede dejarnos con todas las ilusiones y los huesos rotos.

Sin embargo, y contrario a lo que puedan pensar los descendientes que marchan airosos cimbreando cintura y ondeando al viento luengas cabelleras, el espíritu no se marchita y las pasiones y los fuegos se mantienen intactos.

En algunos casos esta terquedad de la mente y de pensamientos, por no marchar acordes a lo físico, pueden ser letales además de peligrosísimas. Se necesita valor para revisar creencias, mandar al cuarto del olvido odios atávicos, rencores enquistados y heredados, fanatismos y polarizaciones.

La realidad que veo en Colombia es que somos los viejos... me refiero a esa maravillosa franja entre 60 y 90. La polarización, el rencor, el resentimiento, la incapacidad de pensar en una reconciliación, el rotular las personas como “buenas” o “malas”, el rancharse a cambiar un esquema inequitativo y feudal por uno más justo en el que quepamos todos, el salir del egocentrismo para mirar alrededor, el reconocernos como hermanos, están atados a las entrañas de la generación tercera edad.

Somos los viejos los que no queremos la paz. Los que vemos a los campesinos como parte del paisaje. Los que ignoramos a los desplazados porque para nosotros son cifras y fotos de veredas perdidas que no conocemos porque no tienen hoteles de cinco estrellas. Somos los viejos de los estratos altos los que no queremos cambiar, los que aplaudimos la idea de ondear banderas negras, de negarles el derecho a los jóvenes de las Farc a reincorporarse a la vida civil a participar en contiendas políticas, respetando su forma de pensar.

Contrasta esta postura mohosa y clasista con la de las nuevas generaciones que sí les apuestan a la paz, a la reconciliación, a la restitución, a la honestidad, a la igualdad de oportunidades. A ayudar a forjar un país nuevo.

Y lo más peligroso es que estos congéneres son los que detentan el poder político, económico y mediático. Están lejos de dejarse arrumar en mecedoras o hamacas. Si no me creen los invito a echar una miradita a los caciques políticos, a los dueños del balón y de todas las pelotas. Última generación feudalista y colonialista que sigue aferrada al poder.

Invito a los que no han llegado a esta franja para que tomen las riendas de este país y se sacudan el lastre con que los quieren matricular. No se dejen. Atrévanse a pensar, a soñar, a realizar el cambio sin rencores ni elitismos basados en chequeras, muchas de ellas non sanctas. Y los de la edad dorada, a jubilar nuestro rencor y a esperar con ilusión un nuevo amanecer.

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