Primera columna de diciembre. Me pregunto qué sería de nosotros, de la humanidad, si no tuviéramos rituales: esas prácticas simbólicas, repetitivas y ceremoniales que llenan de sentido, propósito y orientación nuestra vida. Sin ellos seríamos como un barco a la deriva.
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Ahí están las tradiciones. La Navidad, con sus regalos, villancicos, pesebres, luces, misas y cenas familiares. La Semana Santa, con su ayuno, su idea de purificación y la conmemoración de la crucifixión y resurrección de Jesús. La Pascua, con los conejitos y los huevos pintados que alegran a los niños. Los carnavales, desbordados de música, jolgorio, sensualidad, carrozas, harina, máscaras y taconeo. Se peca y después se empata. El Halloween, con calabazas, disfraces, dulces y los triquitriquis, como decimos en Colombia. La víspera de los muertos convertida en fiesta. Y el Día de los Muertos en México, con las Catrinas y las comunidades autóctonas llevando comida o flores a las tumbas de sus seres queridos (aunque sigo sin saber qué le llevan a los cremados).
También están los ciclos de la naturaleza. El comienzo de la primavera en los países de estaciones, cuando las flores renacen tras seis meses de adormecimiento y llegan los romances, las bodas, las primeras comuniones y los ritos al sol. O los otoños e inviernos llenos de actividades culturales que suavizan el clima.
Cada religión tiene sus propios rituales, columna vertebral de civilizaciones enteras. Y llega el Fin de Año, imposible de imaginar sin abrazos, lágrimas, pólvora, luces de bengala, promesas escritas, calzones amarillos, maletas y fogatas.
Mientras unos vivimos en el siglo XXI, otros parecen seguir en cinco mil siglos atrás. Todos, sin embargo, olvidamos por un instante que solo se acaba una noche para empezar un día nuevo.
Se suman los aniversarios de muerte, los cumpleaños y, por culpa del comercio, el interminable rosario de días “obligatorios”: del Padre, de la Madre, del Abuelo, de la Secretaria, de la Mujer, del Hombre, del Viernes Negro, del Descubrimiento, de la Patria, de la Independencia, del día sin carro.
Y están los rituales del mundo: meter el dedo en la Columna de San Gregorio en Santa Sofía; lanzar tres monedas de espaldas a la Fontana di Trevi; tocarle los testículos al Toro de Wall Street; comerse las doce uvas en España sin atragantarse; el baño de luna de la novia; el intercambio de argollas y el famoso “Ya puede besar a la novia… o al novio”.
También están los rituales personales, los más íntimos: ducharse, lavarse el cabello, pelear con los zapatos, usar el Kleenex, cepillarse los dientes, torturarse con la seda dental, subir la cremallera del jean sin desfallecer, o aplicar el rímel para lograr pestañas largas sin terminar tuerta.
¿Qué sería de nosotros sin rituales? No lo sé. No me lo imagino. La vida sería mucho más aburrida.