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Robben Island

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Aura Lucía Mera
12 de abril de 2011 - 03:00 a. m.
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EL CATAMARÁN SE ALEJA CON LENtitud de Cape Town. Pocas millas separan esta ciudad alucinante donde se conjuga toda la magia del África con la infraestructura holandesa, inglesa y francesa de la isla.

Ya con la proa hacia el frente nos encaminamos hacia la prisión más famosa del mundo, donde estuvo confinado casi treinta años Nelson Mandela; el hombre humilde y pobre que se atrevió a retar con sus ideales al régimen más violento y represivo que recuerde la historia: el Apartheid sudafricano, que duró más de cuarenta años explotando como animales a toda la población negra.

Desembarcamos. Miles y miles de pingüinos nos reciben. La vegetación es espinosa y baja. Las olas rompen con fuerza. Una enorme cantera de piedra blanca en el medio. Nos recibe un exprisionero. Una víctima del Apartheid ahora nos sirve de guía. Su voz es suave y parsimoniosa. Humilde y cálido. Los años de confinamiento no dejaron huellas de rencor ni amargura.

Recorremos lentamente, casi en un silencio reverencial, los pasos de miles de hombres que estuvieron encerrados en los muros que aislan esta isla desierta incluso del mar. Primero fue leprocomio. Después destino obligado de todo aquel que se resistiera al mandato de los holandeses e ingleses y de los que tuvieran un color diferente de piel, o sea, musulmanes, indios, mestizos. Todos los hombres que resultaran peligrosos para los Afrikaans.

Largos corredores verde claro. Salas comunes donde se hacinaban los detenidos obligados a dormir en el suelo en un jergón de lana burda. Sólo después de años la Cruz Roja y la presión internacional lograron que se les dotara de camastros. Baños comunitarios. Las celdas para presos políticos, unos cubículos diminutos donde sólo cabía una silla y el camastro. Una de ellas, la de Nelson Mandela.

Trabajo obligado todos los días, de sol a sol, en las canteras donde la piedra blanca tenía que ser partida en trozos. Los imagino mirando en el horizonte Cape Town, su montaña de La Mesa, esa roca altiva que la enmarca. Muchos quedaron ciegos. Mandela perdió casi completamente su visión. La única distracción, el fútbol. En los inviernos gélidos con el viento punzante del antártico, en los veranos inclementes, mientras trabajan en las canteras. Nos cuenta el guía que jamás se supo qué hicieron con los trozos que les obligaban a picar. Las raciones de comida, infrahumanas. La higiene, inexistente.

¿Cómo pudo Mandela cambiar el destino de su país? ¿Cómo pudo hacer una revolución cultural? ¿Cómo pudo evitar un baño de sangre sin precedentes en la historia de la humanidad y devolverle la dignidad a millones de seres a quienes se les había negado el derecho a existir?

El guía expresidiario nos lo repite: “Nos inculcó a todos los nativos de este país que no importaban los sufrimientos pasados. Que la bandera nuestra tendría que ser siempre el perdón, la reconciliación y jamás pensar en la venganza. Que solamente bajo estas premisas recobraríamos lo que nos habían quitado durante siglos: la libertad”.

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