REPASO UNA Y OTRA VEZ LAS IMÁ- genes. Los automóviles como si fueran juguetes, los barcos, las casas mecidas por una ola gigante, oscura, llena de barro y desperdicios que se adentra en la tierra y se va comiendo todo lo que encuentra a su paso dejando una estela de desolación y muerte, dolor y silencio.
Hombres y mujeres envueltos en un dolor casi autista. Sentados en los albergues, callados. Como si el zarpazo mortal les hubiera también arrebatado la capacidad de reacción. El mutismo pétreo. La impotencia reflejada en cada uno de los rostros. Sólo los niños se permiten llorar. Los adultos sepultaron las emociones. Obedecen. Respetan las interminables filas. Sus huesos se congelan con la nieve que cae. Las morgues albergan esos miles de cuerpos sin posible retorno. Los heridos tendidos en el suelo esperan pacientemente el suero, y su destino incierto.
Un puñado de hombres se mete dentro del infierno nuclear. Saben que ofrendarán sus vidas, pero lo hacen en silencio, para salvar muchas más. Adultos mayores se ofrecen a reemplazar a los jóvenes en ese intento desesperado y suicida de bajarle la temperatura a los reactores. Ya han vivido lo suficiente. No temen morir.
Japón pareciera estar condenado “desde la noche oscura de los tiempos” a las tragedias nucleares. Primero fueron las bombas atómicas lanzadas contra la población civil e indefensa por los Estados Unidos. Hiroshima y Nagasaki dejaron miles y miles de muertos y sobrevivientes condenados a laceraciones, dolores y enfermedades irreversibles. Posteriormente los centenares de muertos por el atolón de Bikini, y actualmente sus propias plantas nucleares que amenazan con otra catástrofe de proporciones incalculables.
Japón sabe que las fuerzas incontrolables de la naturaleza son parte de su geografía. Lo inexplicable y vergonzoso es que no hayan sido los terremotos ni tsunamis los que han diezmado este país del sol poniente y de los cerezos en flor. Lo inexplicable y vergonzoso es que las peores tragedias las haya provocado precisamente el hombre. El hombre contra el hombre. Pareciera Japón haber olvidado sus tres reglas de oro después de Hiroshima: el pacifismo constitucional, la renuncia a la fuerza y una política irreversible basada en principios antinucleares. Esa misma falta de memoria, y empujado por el consumismo, el “progreso”, la competencia globalizada y el dinero los llevaron a instalar esas centrales. Pareciera que la historia de Japón y la energía nuclear estuvieran entrelazadas.
El premio Nobel de Literatura en 1994 Kenzaburo Oé, en entrevista publicada en El País de España hace votos para que “esta tragedia permita el reencuentro de los japoneses con los sentimientos de las víctimas de Hiroshima y Nagasaki y reconozcan, para siempre, el peligro nuclear” y afirma: “Si logro sobrevivir a la locura actual, mi último libro empezará con una cita del final de El Infierno de Dante: ‘Y después saldremos para volver a ver las estrellas…’ ”.
Me pregunto una y mil veces: ¿Hasta cuándo jugarán las grandes potencias con la energía nuclear? ¿Seguirá imperando el impulso de poder y muerte sobre la vida? ¿Recuperaremos la cordura y podremos alcanzar la paz? Mientras tanto, sigo repasando las imágenes…