SENSACIONAL LA CUARTA VERSIÓN del Hay Festival. Pensar que desde ese minúsculo pueblito galés, donde la única diversión era sentarse alrededor de una mesa a tomar pintas de cerveza y a hablar de literatura hubiera nacido una especie de pulpo artístico cuyos tentáculos se extendieron a España, Kenia, Inglaterra, Francia y Colombia, escogiéndose Cartagena para la reunión anual de los amantes de las letras, de los conversatorios, de la poesía, de echar carreta, de comprar libros, intercambiarlos, es casi como caer en cuenta de que los sueños sí se pueden realizar, y que con un poco de magia, creatividad, tesón y alegría se pueden lograr cosas que en un pasado no muy lejano hubiéramos considerado casi inalcanzables.
Ver desfilar por las callejuelas coloniales, tomar té helado o gaseosa alrededor de las mesitas de madera, cubiertas con parasoles contra el viento y el sol a personajes como Salman Rushdie, Martin Amis, Sasa Stanisic, Jordi Sierra i Fabra, Miguel Bosé, Juanes, Jon Snow, Alberto Ruy Sánchez, Cristina Fernández, Mayra Santos Febres, Josefina Licitra, llegados desde diversos puntos del planeta, como la antigua Yugoslavia, México, Argentina, Alemania, Inglaterra, Estados Unidos, España... Verlos, repito, pasearse contentos y tranquilos, o sentados en sus podios charlando de sus obras, de sus pasiones, de sus deseos, de sus dolores, vuelve a ser, para muchos librófilos una experiencia única. Contrastar la sencillez de los importantes con el ruido atorrante de los guardaespaldas agorilados y la camioneta blindada en la que se mueve últimamente Juan Gossaín.
Lamentablemente llevamos cuatro años en que se repite lo mismo, y no se puede evitar mientras se trate de conversatorios. Me refiero puntualmente a los asistentes nacionales. Creo que nos dividimos en dos. Los que nos quedamos callados y los que se arrebatan el micrófono para sentarse en la palabra mientras los escritores de turno, arriba del escenario o detrás de la mesa se paralizan porque no entienden ni una sílaba de lo que el de turno “pregunta”. Los de la primera división, los que escuchamos en silencio, generalmente nos salimos del teatro o del claustro o del recinto cualquiera que sea para no ser confundidos en estos osos orales. Los que se quedan, generalmente extranjeros, o escritores, permanecen mudos, atornillados en sus sillas sin comprender qué pasa, los participantes de cabecera preguntan a su vez de qué se trata la pregunta y al final ya toda la audiencia silba y rechifla al sabio que quiere lucirse y descrestar la audiencia.
Año tras año es lo mismo. La señora enjoyada o de pelos afro, o el joven de gomina, o el yupie de alguna multinacional, o el viejo sabelotodo, siempre terminan “tirándose” el conversatorio. No insistamos más. Aceptemos que los colombianos no sabemos preguntar. Ni nos interesa lo que nos van a contestar. Nos interesa que nos vean de pie, que nos admiren por nuestra irreverencia o cultura de carátula. En años anteriores pasaba lo mismo con los moderadores colombianos. Se adueñaban de la palabra y el invitado después de haberse atravesado el Atlántico, sólo tenía un minutico para pronunciar algún comentario monosilábico. Este año ha cambiado un poco. Lo reconozco. Los moderadores locales están más moderados. Pero el público sigue empeñado en hablar. Silencio por favor. O que dentro de un año en el Hay Festival de Cartagena se prohíba preguntar.