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El primer libro de Henry Marsh, Ante todo no hagas daño, impactó a sus lectores. Este famoso neurocirujano inglés compartió sus experiencias al entrar con su bisturí en el cerebro de sus pacientes. Exploró ese universo misterioso que regula emociones, movimiento, lenguaje y memoria. Esa caja de Pandora formada por miles de millones de neurotransmisores y dendritas que en milésimas de segundos pasan mensajes y nos permiten sentir y pensar.
Este libro fue un llamado a los médicos a practicar el Juramento Hipocrático, a ver al ser humano que sufre, tiene miedo y angustia, y no simplemente al paciente número X que tiene un tumor cerebral o apendicitis, un mero trozo de carne para abrir con bisturí, sacar lo que sea, remendar, lavarse las manos e irse para su casa, la mayoría de las veces sin saber el nombre de ese anestesiado y acostado en una sala de cirugía. Fue un llamado de atención a los galenos ávidos de lucro que no les importa a quién tajan ni por qué. Se han visto casos en los que amputan la pierna equivocada porque era la que figuraba en el tablero de la sala.
Ahora Henry Marsh es el paciente. Tiene un cáncer avanzado de próstata en remisión. Debe pedir las citas, esperar las respuestas de sus exámenes con paciencia infinita, pasar noches de angustia y reflexionar sobre su propia fragilidad, aceptando esa incertidumbre feroz de vivir o morir. Como buen médico, creyó durante muchos años que los que se enfermaban eran “los otros” y que los cirujanos famosos como él eran inmortales.
Ha escrito un libro de una honestidad escalofriante y de una ternura ilimitada titulado Al final, asuntos de vida o muerte. Frente a su propia enfermedad reflexiona sobre el cerebro y sus misterios insondables todavía no descubiertos, las mentiras médicas ofreciendo tratamientos imposibles y la deshumanización de los hospitales. Comparte sus angustias personales, sus errores, su ternura y su amor a su familia, hijos y nietos. Habla sobre su pasión por la madera y construir casetas de muñecas o arreglar el techo de su casa. Comenta sobre su disciplina espartana de correr, llueva o truene, ocho kilómetros diarios o llegar siempre en bicicleta. Expresa su conocimiento y afecto infinito por Ucrania y sus viajes como profesor y cirujano.
Los últimos párrafos se los dedica a su madre, quien escribió su propio libro. “Leerlo me inspiró un gran anhelo de volver a hablar con ella, no solo para tranquilizarla y asegurarle que he triunfado de un modo que ella hubiera aprobado, sino porque me he dado cuenta, con profunda tristeza, de que mientras ella vivía yo estaba tan metido en mi propia vida que mostré muy poco interés en la suya. ¿A qué se debe que solo en la vejez, cuando estoy más cerca de la muerte, haya llegado a entender más sobre mí y mi pasado? Somos como pequeños barcos que nuestros padres lanzan al océano y navegamos alrededor del mundo para finalmente regresar al muelle desde el que zarpamos, pero entonces nuestros padres se han ido ya”.
