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Hasta el tuétano de cada uno de mis huesos me llegaron las palabras de Íngrid Betancourt, leídas a miles de kilómetros de distancia, sentada en un patio de un antiguo monasterio del Puerto de Santa María, con su bahía, sus pescadores, sus viejas reliquias y su historia inmortal de regidores, conquistadores, aventureros y ancestros difusos que hace más de 400 años se embarcaron hacia lo desconocido y descubrieron un nuevo continente.
Me imagino la Santamaría zarpando desde aquí hacia ese Atlántico insondable que no tiene fin, y confieso que se me pone la piel de gallina.
Sus callejuelas de nombres pintorescos: Puerto Escondido, Las Cárceles, El botín. Retorcidas tal vez para resguardarse de los vientos helados del poniente, o de los calores infernales del verano. Es plena feria en su vecina Jerez... mujeres vestidas de manolas, señoritos engominados, paseándose con sus puros y sombreros, abanicos y jerseys, sombrillas y claveles invaden plazas y bares. Andalucía profunda alborotada por la actuación de José Tomás. El rey (don Juan Carlos, a Felipe ni lo conoce) también se pasea...
Retorno a mi tema. Me quedo clavada en el señorial sillón del viejo monasterio. Las palabras de Íngrid Betancourt no pueden pasar desapercibidas para ninguno de nosotros, colombianos hermanos que nos estamos aproximando a un punto definitivo en nuestra historia. Todos, cualesquiera sean nuestra ideología, condición económica, cultural, edad, raza o creencia, debemos reflexionar sobre ellas y hacer un acto de profunda introspección si realmente deseamos un país diferente al que hemos vivido por casi un siglo.
Si alguien tiene autoridad sobre el tema de la paz, es ella. Una mujer que vivió en carne propia años enteros privada de su libertad, de su individualidad, víctima de la deshumanización, despojada de su dignidad, arrancada de sus raíces... como todos los secuestrados. Regresa ahora para darnos una lección de entereza e invitarnos a cada uno de nosotros a cambiar para, entre todos, refundar el país.
Víctimas y victimarios. Secuestradores y secuestrados. Ricos y pobres. De ultraderecha o izquierda. Campesinos y empresarios. Viejos y jóvenes. Si todos y cada uno de nosotros somos capaces de repensarnos y de repensar en los demás, asumiendo individualmente nuestro rol en esta tragedia absurda y sin fin, lograremos dar ese primer paso hacia la convivencia para iniciar el camino por la vía de la reconciliación.
Las palabras de Íngrid en este momento son el fruto de una reflexión profunda de los acontecimientos que cambiaron para siempre su vida. Palabras dolorosamente objetivas, sin rencores, sin pretensiones políticas. Palabras valerosas, desgarradas y sensatas. Palabras claves si las ponemos en práctica; si cambiamos nuestra manera de pensar, cambiaremos nuestra manera de sentir y por consiguiente cambiaremos nuestra manera de actuar.
Solo así, despojándonos de atavismos, de temores, de rencores, de calificativos de “buenos” y “malos”, reconociendo que todos hemos estado secuestrados por nuestras ideologías, podremos al fin dar el paso definitivo hacia la libertad.
Gracias, Íngrid. Si logramos hacerlo, tu dolor no habrá sido en vano. ¡Tus palabras son la base de la verdadera reconciliación!
Posdata: Seguiré caminando las callejuelas de Puerto, con ese olor misterioso a mar, reflexionando. ¡Nos llegó la hora de cambiar! Y, si hace más de 500 años estos antepasados se lanzaron sin temor a lo desconocido, ¿no seremos capaces nosotros, sabiendo que nos espera un futuro mejor?
