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Tragedias anunciadas

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Aura Lucía Mera
20 de febrero de 2012 - 11:00 p. m.
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No es secreto para nadie que “el carrusel de las cárceles” es, desde la primera cárcel que se construyó, el más infame de todos los que han existido en Colombia.

Tal vez se salve El Panóptico, hoy en día Museo Nacional. Recuerdo cuando se inauguró con bombos y platillos la famosa Cárcel de Villa Nueva, en Cali —hoy rebautizada como de Villa Hermosa—. Se sabía que las letrinas habían quedado defectuosas, que la humedad se colaba entre las paredes, que las celdas eran como para enjaular micos y no seres humanos. Todo eso se sabía, y su inauguración se dio con bombos y platillos.

Así pasa en prácticamente todos los centros de reclusión. Que alguien por favor me diga cuál cárcel funciona decentemente. Con las debidas condiciones de espacio, higiene y dignidad. Y no me estoy refiriendo al Inpec ni a su podredumbre ancestral. Me remito a las plantas físicas. En las cuales, los que tienen billete, los narcos, los ‘paras’, los guerrillos disfrutan de lo que les da la gana, mientras que aquellos, cuyos delitos muchas veces son hurtar una fruta, están condenados a sobrevivir como animales en chiqueros que ni los cerdos se aguantarían.

Las cárceles colombianas atentan contra los derechos humanos más elementales. Son una bofetada miserable a todos los que cometieron un delito. Su destino obligado, vivir como bestias salvajes. Meses. Años. Los contratistas se forran. Al fin y al cabo construyen para albergar delincuentes. ¿Qué les importa cómo vivan? Las cárceles en Colombia son una escuela de crimen y perversión. Nadie cuestiona. Ningún organismo de control revisa en qué estado viven realmente los presos. Muchas se asemejan a esas barracas que conocí en varios campos de concentración en Europa. La única diferencia es que no los eliminan con gases. Pero tampoco se preocupan mucho si un cortocircuito, un colchón encendido o una vela mal puesta se salen de madre y se incendia el penal convirtiéndose en un infierno, como acaba de suceder en Honduras. Cuatro camionados de tierra, fosas comunes, explicaciones televisivas, y a pasar la hoja. Que llegan los otros delincuentes. No ha pasado nada. Borrón y cuenta nueva.

Otra tragedia que venimos esperando es la de los aviones. Se sabe que las pistas se quedan cortas, que los aparatos están la mayoría obsoletos y que a los controladores los exprimen como teta de vaca vieja. Hace años ningún director de la Aeronáutica Civil ha dado la talla. Actualmente menos que nunca. Las víctimas —controladores— se convierten en victimarios y los victimarios —el sistema— se convierte en víctima. Mientras tanto las aerolíneas se ven a gatas para despachar y aterrizar sus aviones sin que suceda nada. Los pasajeros aúllan y no entienden que es por su seguridad que muchas aeronaves no pueden despegar. Estos abusos a los controladores vienen de años atrás. Ojalá se llegue a un acuerdo antes de que lloremos por una tragedia anunciada, que se hubiera podido perfectamente evitar. Si los ciudadanos del común tuviéramos un ápice de sentido común, apoyaríamos las peticiones de los controladores. Es cuestión de vida o muerte. No de cuántos pesos de menos o más.

Cárceles y aviones. Dos tragedias anunciadas desde hace años. En el aire o en la celda. Condenados a no poder escapar.

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