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Traición

Aura Lucía Mera

26 de marzo de 2018 - 09:00 p. m.

Busco. Encuentro. Hoy martes santo se conmemora la Traición. Con mayúsculas. Para los católicos, así no seamos muy practicantes y dudemos o no creamos en muchas cosas que la Iglesia del Vaticano, llamada a sí misma católica, apostólica y romana, nos ha tratado de inculcar a martillazo limpio desde que nacimos, esta semana sigue siendo importante y seria. Aunque la disfracemos y la disimulemos con vacaciones en una playa, cabalgatas en alguna finca o simplemente “haciendo locha”.

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Recuerdo. Todo comenzaba un miércoles, 40 días antes, en que nos obligaban en el colegio a hacer fila, con un velo negro en la cabeza, un misal en la mano, y mirando las baldosas para que el padre, de pie delante del altar, metiera un dedo en una vasija llena de ceniza negra y nos pusiera una cruz en la frente, lo cual significaba que éramos polvo pecador y que al polvo volveríamos al morir; los malos para el infierno y los buenos para el cielo lleno de nubes rosadas y angelitos que tocaban el arpa y flotaban entre nube y nube mientras un Dios muy serio, sentado en un trono y de barbas blancas larguísimas, nos iba a vigilar para toda la eternidad. Toda esta ceremonia estaba envuelta en olor a incienso, un humo creo que precursor de la hierba maldita, porque, por lo menos a mí, me mareaba y veía que el Cristo de colores brillantes del vitral se movía y me hablaba.

Después venían el ayuno y la abstinencia: 40 días comiendo pescado los viernes, eso era el ayuno. La abstinencia nunca supe qué era y nadie me la explicó. Todo esto para estar preparados para la Gran Semana de Pasión.

El Domingo de Ramos era alegre. Se trenzaban hojas para batirlas con entusiasmo celebrando que Jesús había entrado triunfal a Jerusalén montado en un burro gris. Pero lunes, martes, miércoles se convertían en días grises y solemnes. El jueves ya Jesús estaba atado a una columna víctima de latigazos y con una corona de espinas en la cabeza. Ese jueves no nos podíamos reír mucho. Nos llevaban de iglesia en iglesia, todas con ropajes morados, repletas de gente que empujaba y los olores de la multitud se amotinaban en ráfagas ácidas y pesadas.

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El viernes, a las tres en punto de la tarde, ni un minuto antes ni un minuto después, teníamos que suspender lo que estuviéramos haciendo, quedarnos quietas, cerrar los ojos y pensar adoloridas y en silencio que Jesús acababa de morir clavado en una cruz. Obviamente, ese viernes era prohibido jugar, mucho menos meternos en una piscina, porque nos saldrían escamas de pescado. Otros años pasábamos horas dentro de la iglesia, mientras un padre trepado en un púlpito se desgañitaba gritando las Siete Palabras que aterrorizaban con las amenazas de condena eterna...

Recuerdos de miedos. Grises. Pesados. Todos pecadores. Todos responsables de la muerte de ese ser bueno y generoso que nació para enseñarnos a amar. Entre todos lo habíamos crucificado. Yo también. Temblaba de noche antes de quedarme dormida, porque yo, sin conocerlo, había ayudado a matarlo.

Retorno al título, Traición. Fue el martes que Judas recibió el pan untado de aceite de las manos de Jesús, quien le dijo en secreto: “Anda y haz lo que tienes que hacer”. Y Judas fue y lo hizo. Oficialmente, ¿traicionó u obedeció? Nunca se sabrá. Sin Judas no hubiera habido muerte ni resurrección. El catolicismo no existiría. Se necesitaron el uno al otro para poder cambiar la historia. Judas fue el elegido. Maldito para la leyenda, pero el apóstol de confianza para desempeñar su papel de traidor.

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Posdata: amo a Jesús. Admiro a Judas, que se sacrificó a sabiendas. Pedro fue el verdadero traidor. Ya no tengo miedo en la Semana de Pasión.

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