Recuerdo esa conversación al pie de la letra. Mi hijo Francisco ya estaba en Nueva York. Acababa de llegar a su segundo hogar: El Memorial Hospital, piso séptimo. Era un paciente más, un número en la manecilla de la muñeca derecha. Llegué a los dos días con mi mamá. Esa noche no pude dormir. Madrugué y caminé desde Madison hasta York Avenue para despejar la mente y afrontar la nueva realidad. Un hijo con sarcoma osteogénico avanzado.
Entrar al Memorial, edificio imponente dedicado a pacientes con cáncer, fue entrar a un universo desconocido. La puerta del ascensor se abrió y busqué el número del cuarto. Entré de una. Gritaba del dolor. Le acababan de meter un catéter radioactivo por la femoral y sentía que se quemaba por dentro. Su carita adolescente bañada en lágrimas. Su respiración agitada por la angustia. Lo abracé y lo acuné un rato hasta que se calmó. Nos miramos. Lo acaricié.
La primera pregunta fue la definitiva: “Mamá, ¿me voy a morir?”. La respuesta salió sola: “Sí. Tú te vas a morir, yo me voy a morir, tus médicos se van a morir, tus amigos se van a morir. Todos los que ahora estamos vivos algún día nos vamos a morir. Pero mientras yo me muero y tú te mueres, estamos vivos en la ciudad más sensacional del mundo y nos vamos a divertir y a vivirla. Tranquilo”.
Así se inició ese lento caminar por el dolor y la recuperación. Con quimioterapia, sin ella, con pelo o sin pelo, en silla de ruedas o enyesado con muletas, verano o invierno helado, salíamos todos los días a visitar museos, a descubrir a Rodin, Turner, Reynolds, las piedras preciosas del Museo de Historia Natural. Contábamos las costillas de los dinosaurios, dábamos la vuelta al lago del Central Park. Y cada noche, mientras las defensas se lo permitían, salíamos a ver una obra de teatro. Vivíamos. Ya sabíamos que algún día moriríamos, pero en ese momento estábamos vivos. Tan simple y tan complejo. ¡El ayer y el mañana dejaron de existir!
Se produjo el milagro. El tumor se disolvió (creo yo) entre carcajadas, peleas y emociones ante las obras de arte. Ya Nueva York no era ese gigante gris que nos devoraba, sino una ciudad llena de rincones, espectáculos, museos y gente adorable y solidaria.
En fin, los recuerdos y anécdotas son infinitos, pero saco el tema simplemente para que recordemos que todos, toditos, nos iremos en algún momento de este planeta, donde somos pasajeros. Nadie permanece. Solos en el recuerdo de los seres que amamos y en el de aquellos con quien compartimos instantes amables. Unos pocos llamados inmortales quedan por los siglos en el inconsciente colectivo.
Respeto, pero no entiendo, la ola de pánico que envuelve a tantos. Sí, estamos aislados y “confinados”, palabra horrenda, pero estamos vivos. Aprovechemos para disfrutar este presente, que es el único que tenemos. Disfrutemos y aprendamos, dejemos de andar desbocados en tropel por las calles y los centros comerciales como robots consumistas. Estos días, para nosotros mismos, podemos convertirlos en la experiencia más enriquecedora de nuestra vida.
Dejemos de masturbarnos con el morbo del terror; de mirar al otro como enemigo embozalado, de discriminar a médicos y enfermeros, de espiar al vecino a ver si estornuda. Si no nos ataca el coronavirus, nos llegará otra enfermedad. Lo único que tenemos es el hoy. No lo desperdiciemos llenándolo de fantasmas y conjeturas.
Todos tenemos nuestro día señalado desde el instante en que salimos, por las buenas o por las malas, del útero. Estamos condenados a irnos. Todo lo demás es un paréntesis. Soles y atardeceres, aire y agua, plantas y alimentos, capacidad de amar. Por más longevos, no duramos más de un instante. Disfrutémoslo. Está en nuestras manos.
Sobre todo, dejemos de odiarnos. La verdadera pandemia de los colombianos es el odio que llevamos en el ADN. Es lo único que nos une. Odio, resentimiento, venganza, envidia, polarizaciones políticas, mentiras, corrupción. Los muertos por el virus aéreo se convertirán en estadísticas, dentro de un tiempo se los llevará el polvo del olvido... y seguiremos asesinando líderes sociales, volando oleoductos, calumniando, envenenando mentes, robando, chuzando, haciendo trampa en lo que podamos. Esta es nuestra enfermedad endémica.
Posdata. Cuando todos los que estamos vivos e infectados hasta el tuétano (de peste, de rabia) ya estemos muertos, ojalá llegue a Colombia una nueva generación, no solo libre de coronavirus, sino con el corazón abierto a la generosidad, la honestidad y la ternura. No pierdo la esperanza.