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Un antes y un después

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Aura Lucía Mera
13 de diciembre de 2022 - 05:30 a. m.
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Monseñor Darío de Jesús Monsalve acaba de renunciar a su cargo de arzobispo de Cali, dejando una huella indeleble, un antes y un después.

Cali, en toda su historia, ha tenido solo cinco arzobispos: Alberto Uribe Urdaneta, Pedro Rubiano Sáenz, Isaías Duarte Cancino, Juan Francisco Sarasti y Monsalve. Los anteriores prelados no alcanzaron este título y tampoco dejaron mucho para recordar. Exceptuando a monseñor Duarte Cancino, asesinado salvajemente, siempre la región estuvo en las manos de seres pacatos, soberbios, más preocupados por sus relaciones con la sociedad chocolatera y elitista que por la realidad cruda del entorno.

Uribe Urdaneta se creía poseedor de la verdad absoluta, arrogante, más inquisidor que líder espiritual. Amparado en el famoso Concordato que otorgaba efectos civiles a las decisiones eclesiásticas, ejerció su misoginia y machismo como le dio la gana. Se creyó aristócrata y jamás se untó de pueblo. Personalmente, fui excomulgada por él a púlpito limpio; no ordenó lapidarme porque no pudo. Rubiano, godo supergodo, parecía un ser extraño de la edad del oscurantismo, intocable en sus púrpuras, lejano como una esfinge. Sarasti dejó arrimar muy cerca la pederastia y la pedofilia a las puertas de la catedral y estuvo rodeado de escándalos económicos con el Banco de Alimentos y los cementerios metropolitanos. También mostró arrogancia y soberbia en todos sus actos.

Llego Darío de Jesús y comenzó el revolcón. Yo no soy curera y no creo en una cantidad de normas de la Iglesia; por pura curiosidad me leí su primera homilía del Viernes Santo. Arrancó a decirles cuatro verdades de a puño, desde el púlpito, a estas ovejas hipócritas que conforman nuestra sociedad del bramadero y a descorrer ese velo de la verdadera Cali, sus desigualdades, sus problemas, sus carencias, poniendo dedos en llagas jamás tocadas, ignoradas.

Me fascinó el personaje. Con Beatriz López, periodista maestra, le hicimos una entrevista que movió estructuras. No podíamos dar crédito al descubrimiento de un ser humano íntegro, cálido, apasionado por su misión, de mente clara y abierta, empapado de la realidad de la ciudad, de los escándalos anteriores a su llegada, de la corrupción ensotanada y la alcahuetería entre prelados de manitas ambiciosas y regordetas. Ahí empezó Troya. La élite del bramadero se sintió atacada, no escatimaron epítetos ni acusaciones: “comunista”, “guerrillero”, “ensotanado”, “vándalo”, “mensajero de la izquierda feroz”. Hubo amenazas de muerte, cartas al Vaticano para que lo destituyeran, ofensas verbales, calumnias.

Pero en estos años Darío fue un verdadero ejemplo de trabajo e impacto real. Es el arzobispo que más ha dejado obras sociales funcionando en la ciudad y logró lo impensable durante el estallido social: la cohesión entre la ciudadanía. Sin él no hubieran nacido los comedores comunitarios y la clase empresarial jamás habría tenido cómo acercarse a dialogar con los integrantes de la primera línea a través del grupo Mediación por Cali. Un ser humano irrepetible, frentero, honesto, entregado a los demás. Se despide de Cali acatando esa norma aberrante que obliga a los arzobispos a renunciar a determinada edad, mientras los papas y cardenales se disecan de viejos en sus respectivos tronos.

Seguirá en su lucha por la paz, portando la antorcha de la esperanza en este país bañado en sangre. Seguirá trabajando por una sociedad más equitativa y justa. Seguirá incomodando con sus verdades de a puño. Cali quedará huérfana, pero ya nos marcó un antes y un después. Lo continuaremos apoyando en sus proyectos de paz, de reconciliación, de igualdad y dignidad. Ojalá su sucesor no se deje manosear. ¡Me siento un poco desprovista de líder y de amigo incondicional!

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