Termino de leerlo con un nudo en la garganta. Un nudo grande, enredado y complejo como el del macizo colombiano, porque abarca muchas emociones que se entrelazan y no sé distinguirlas muy bien.
Me refiero a Gabo y Mercedes: una despedida, el libro que Rodrigo García Barcha decidió escribir para compartirnos lo más íntimo de la vida, aquellas cosas que jamás se nombran por pudor o temor de que se conviertan en alimento morboso de la mente: los últimos días de su padre, Gabriel García Márquez, y los de su madre, pocos años después, Mercedes, la Gaba, mujer fuera de serie, eje de esa familia tan íntima y tan pública.
Empiezo por su carátula. Gabo y Gaba en el jardín de su casa en México, en bata de levantarse, esa mañana en que les sorprendió la llamada de que él había ganado el Premio Nobel de Literatura por su obra cumbre Cien años de soledad. Y la foto me lleva al telefonazo que recibí esa misma mañana, siendo directora del Instituto Colombiano de Cultura, de los periodistas que me preguntaban yo qué pensaba del Nobel. Recién despertada no tenía ni idea a qué se referían.
Había conocido a García Márquez en un almuerzo en mi casa. José Vicente Kataraín me preguntó si lo podía llevar. Casi me da un soponcio. No había Nobel a la vista, pero yo ya era una gabófola impenitente. Mi casa en Quito se llamaba Macondo; la finca, Aracataca; la tortuga, Úrsula; los pastores alemanes, José Arcadio y Aureliano. En mi librería El Toro Rojo se vendieron los 100 primeros ejemplares de Cien años de soledad, que compré en Cali en la Nacional, de contado, y los llevé a Quito en cajas.
Me sabía casi de memoria La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, Isabel viendo llover en Macondo, En este pueblo no hay ladrones... y soñaba alucinada con mariposas amarillas. En resumen, el almuerzo fue divertido, a pesar de su timidez. Ajiaco y guitarra con la voz privilegiada de Rosario Arias Muñoz, amiga del alma.
No me imaginaba que desde Colcultura organizaríamos el mayor homenaje de la historia de los Premios Nobel en Estocolmo, a -22 °C. Los mejores representantes del verdadero folclor colombiano escogidos por Gloria Triana, piezas del Museo del Oro, una exhibición de los grandes pintores colombianos Botero, Obregón, Grau. Ese banquete real en el palacio, con mil invitados hechizados con las voces de la Negra Grande de Colombia y Totó la Momposina, los vallenatos encabezados por el maestro Escalona, los Congos de Barranquilla... en fin.
Tuve el honor de condecorarlo en nombre del Gobierno colombiano, no con la Cruz de Boyacá, que se negó a recibir, sino con otra. Conocí a Mercedes, altiva, distante, con porte de reina, sonrisa cálida y amorosa, un sentido del humor agudo y un olfato único para detectar lagartos y colados. Compartí de cerca con sus amigotes del alma: Mutis, Álvaro Castaño, Gloria Fuenmayor, Gonzalo Mallarino, Plinio Apuleyo Mendoza, entre otros.
Al leer Una despedida se me salieron las lágrimas. Un libro de una dignidad absoluta, lleno de amor, respeto y dolor. Lo visualicé frágil, casi como un niño, en su propio laberinto. Sentí el golpe del pájaro al estrellarse contra su ventana, el estoicismo de Mercedes, el cariño de sus enfermeras, el silencio de su habitación. Rodeado de amor y de esa tristeza infinita de todos los habitantes de la casona, viviendo esa impotencia diaria, testigos de cómo esa llama se consumía con el viento hasta apagarse del todo...
Y luego Mercedes. Su partida final para tal vez encontrarse en una nueva dimensión y volverse a amar con locura. Fumando cigarrillos de nubes, con sus mantas guajiras tejidas de sol.
La última vez que lo vi fue en el aeropuerto de La Habana, tomándose un café con William Ospina. Me acerqué y lo abracé. Habían pasado muchos años, pero sentí ese calor humano y esa sonrisa amplia que se metió en mi memoria. Lo aplaudí en Cartagena en el Congreso de la Lengua Española, pero ya no me atreví a acercarme. Estaba con el rey de España y la intelectualidad hispana. Creo que fue una de sus últimas apariciones en público.
Cada vez que veo una mariposa amarilla revolotear entre las flores, le mando un beso mental extendido a Mercedes. Esta despedida será para mí el reencuentro emocional con esa pareja única. Gracias, Rodrigo, por compartirnos esos momentos del adiós definitivo para revivirlos en nuestra memoria... mientras nos llega el turno de sentir el golpe seco del pájaro negro al estrellarse contra nuestra propia ventana.
Luces y sombras, aplausos y soledad, memoria privilegiada y olvido. Nos quedan sus libros, esa magia trágica de Cien años de soledad donde pide que Colombia tenga otra oportunidad sobre la tierra, que en estos momentos parece desvanecerse, como si nuestro único destino fuera la violencia y las masacres.
Sigo con el alma encogida y al mismo tiempo llena de luz. Sensación extraña, compleja. Mientras yo viva, Gabo y Mercedes seguirán acompañándome. Porque la muerte solo llega con el olvido y no pienso olvidarlos jamás.