Pinocho, de Guillermo del Toro, en Netflix, es una verdadera obra de arte. Desde que este productor, director y guionista mexicano concibió la idea hasta su total realización pasaron 14 años.
Ese cuento juvenil que escribió Carlo Collodi en 1883 definitivamente es inmortal. La historia del niño de madera tallado por el carpintero Geppetto, a quien le crecía la nariz cada vez que decía una mentira y tenía que ser bueno, obediente y dócil para volverse humano, da un giro drástico con esta nueva versión, única, conmovedora y profunda, en manos de ese genio de la cinematografía que es Del Toro.
Ganador de dos Óscar, un León de Oro y un Goya por películas como La forma del agua y El laberinto del fauno, en las que mezcla realidades y ficciones, humanos y humanoides, humor y terror. Siendo pequeño, tendría unos ocho años, agarró una filmadora y empezó a dar rienda suelta a su imaginación desbocada, siguió y siguió y siguió hasta convertirse en un “monstruo” del universo del cine. Alcanzó la cima, la cúspide, con Pinocho.
Una invitación a la desobediencia, al aprendizaje del ser humano, a ser fiel a uno mismo cueste lo que cueste, la película refleja la perfección de lo imperfecto, esas relaciones padre-hijo tan complejas y tensas, la gran metáfora entre la vida y la muerte, la toma de conciencia del regalo que es la vida y, sobre todo, de la importancia sagrada de vivir a plenitud el momento.
En este Pinocho, Geppetto tiene un hijo humano que adora y muere trágicamente, cuando estalla la Primera Guerra Mundial, previo a la dictadura de Mussolini. Geppetto se sume en la tristeza, el rencor, el alcohol y borracho talla en madera un muñeco que sale imperfecto. El dolor sin máscaras de un padre que pierde a su hijo deja una marioneta incompleta tendida en la mesa.
Es una oda al amor, la inocencia, el dolor y la esperanza, en la que cada detalle de escenografía, vestuario, colores y paisaje tiene un significado y nada está de manera fortuita. El inframundo azul de los conejos, jugando al póker rodeados de ataúdes; las horas del reloj; los árboles; Pepe Grillo, sabihondo y egocéntrico; Spazzatura, el mono tuerto y maléfico; el conde Volpe; el Espíritu del Bosque, fuente de vida, y su hermana la Muerte, complementarias e inseparables.
Pinocho, inocente, desobediente, puro e incontaminado, no quiere ser humano. Desea ser lo que es: un muñeco imperfecto, curioso, sin temor a decir no, fiel a sí mismo. Logra cambiar la actitud de los que le rodean, siendo siempre él mismo. Sin embargo, se sacrifica por amor a su papá, Geppetto, el tallador.
La he visto dos veces y también los comentarios de Guillermo del Toro y su equipo. Alucinante. Como él dice: “No es una obra para niños, pero sí para ver en familia”. Para mí, el mejor regalo que Netflix nos pudo dar, apoyando esta idea, un sueño de años, llevada a cabo como una obra de arte inmortal.
Este Pinocho frágil, bailarín, contestatario, tierno, valiente, amoroso y terco me tiene totalmente enamorada. Nunca imaginé que un cuento infantil se convirtiera en una obra de arte universal.