Existen nudos que nadie puede desatar. García Márquez y Vargas Llosa regresan juntos, atrapados eternamente por ese conversatorio realizado en Lima en 1967. Estallaba el boom literario latinoamericano como una bomba atómica repleta de palabras que sacudieron mentes, países, librerías y editoriales. Cortázar, Donoso, Onetti, Fuentes y Rulfo. Vargas Llosa triunfaba con La casa verde y García Márquez arrasaba con Cien años de soledad. Colombia, México, Perú, Argentina y Chile se imponían ante el universo literario. Los astros se alinearon y estalló el volcán.
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Vargas Llosa y García Márquez iniciaron una correspondencia continua que se convirtió en una amistad íntima, repleta de confidencias, viajes y reuniones. Hasta que sucedió lo que sucedió y nadie supo muy bien qué sucedió. Una bofetada impulsiva rompió, para siempre, incluso más allá de la muerte, esa relación. Ninguno de los dos habló sobre el tema. Rumores, especulaciones, chismes y suposiciones, pero ni una palabra salió de los labios de ellos.
De pronto, gracias a la terquedad y disciplina detectivesca de Juan Gabriel Vásquez, nos llega el tesoro perdido del galeón olvidado en el fondo del mar, borrado de la memoria, archivado en algún lugar oculto, a lo mejor ya apolillado por el tiempo y el vértigo de los días.
Dos jóvenes escritores triunfaban. Estaban en Caracas. Vargas Llosa, recibiendo el Premio Rómulo Gallegos por su novela La casa verde, y García Márquez, invitado de honor, observando desde el público. José Miguel Oviedo, joven treintañero, ya dramaturgo y ensayista, director de Extensión cultural, de la Universidad Nacional de Ingeniería en Lima, ideaba mentalmente ese encuentro mientras aplaudía de pie a su antiguo compañero en La Salle. “Nos conocimos la noche de su llegada al aeropuerto de Caracas. Venía de Londres y él de México. Nuestros aviones aterrizaron casi al mismo tiempo. Fue la primera vez que nos vimos las caras. Recuerdo la suya muy bien esa noche: desencajada por el espanto reciente del avión, al que tiene un miedo cerval”, escribió Mario Vargas Llosa.
Y así fue: el 5 de septiembre se dio el encuentro en Lima, en la Facultad de Arquitectura. Oviedo tuvo el acierto de grabar la conversación. El éxito fue de tal magnitud, que se continuó el día 7 en la Casa de la Cultura y reeditado el texto. Fue la primera y última vez que García Márquez pisó Lima. Gracias a Oviedo la entrevista lleva más de 50 años dando tumbos en fotocopiadoras de América Latina.
Hasta que renació en forma de libro: Dos soledades, un intercambio de ideas, preguntas, respuestas, confesiones de ese par de monstruos de la literatura cuando apenas se conocían, cuando los dos estaban asombrados de sus respectivos triunfos, cuando nada se interponía entre ellos y los diálogos eran espontáneos, fogosos, profundos y divertidos.
La vida pasa. Diferentes rumbos. Ya García Márquez partió hacia la dimensión desconocida y Vargas Llosa con la edad perdió un poco la brújula, se dejó tentar por los amores fotográficos de Hola y renunció a sus ideales de antaño.
Eso ya no importa. Este libro, rescatado del naufragio, los vuelve a unir de forma eterna, encadenados por la palabra escrita, ese nudo marinero que no se desata jamás.
Encuentro único, atemporal, vigente. Una lectura que hipnotiza, que nos devuelve al niño de Aracataca cuando su abuelo lo llevó a conocer el hielo y ese hielo lo lanzó a escribir Cien años de soledad.
Gracias, Juan Gabriel. Gracias, José Miguel Oviedo. Gracias a todos los que rescataron esta joya que pertenece a los anales de la literatura universal.
Posdata. “Ese dúo mayor del boom de la novela latinoamericana ejecutó un concierto literario como nunca antes y después en mi existencia”, Ricardo González Vigil.