Belém se convirtió en símbolo del desafío más grande de nuestra era: salvar los bosques que regulan la vida en la Tierra.
Durante una semana, Belém fue el centro ambiental del mundo, el punto donde convergieron la esperanza, la urgencia y la contradicción del debate climático global. No podía haber mejor escenario que la Amazonía para albergar la COP30: la mayor selva tropical del planeta, que resguarda cerca del 10 % de la biodiversidad del mundo, reguladora del clima y del agua, y hogar de más de treinta millones de personas.
La importancia simbólica de esta sede fue evidente desde el inicio. La presencia de delegaciones de más de 190 países, junto con la participación activa de movimientos sociales, pueblos indígenas y comunidades locales, transformó a Belém en una encrucijada entre la diplomacia y la selva. Por primera vez, una COP respiró el aire húmedo y denso del bosque, y eso marcó el tono de los debates: más cercanos a la realidad, menos distantes de quienes viven las consecuencias del cambio climático.
La Declaración Final de Belém reafirmó el compromiso de alcanzar la deforestación cero hasta 2030 y promover una transición energética justa, basada en energías limpias y renovables. También subrayó la necesidad de crear mecanismos permanentes de financiamiento climático y de reconocer el papel central de los pueblos indígenas y las comunidades locales en la conservación del planeta. Sin embargo, como en muchas cumbres anteriores, los mecanismos de implementación siguen siendo inciertos y las promesas parecen, una vez más, más ambiciosas que las acciones.
Uno de los anuncios más significativos fue la creación del Fondo Florestas Tropicais para Sempre, una iniciativa liderada por Brasil en alianza con Colombia, Congo, Ghana, Malasia y Indonesia, junto con el apoyo financiero de países como Reino Unido, Alemania, Noruega, Francia y Emiratos Árabes Unidos. Este fondo tiene como objetivo proteger las selvas tropicales en más de setenta países en desarrollo y reconoce explícitamente el papel esencial de los pueblos indígenas y de las comunidades locales en la preservación de esos ecosistemas. Es un paso importante hacia una cooperación Sur-Sur más sólida y hacia la justicia climática que tantas veces se ha quedado en el discurso.
Pero la COP30 no escapó a las paradojas del tiempo presente. Mientras los líderes discutían en Belém, el huracán Melisa devastaba parte del Caribe y el estado brasileño de Paraná sufría los efectos de lluvias extremas, recordando que el cambio climático ya no es una amenaza futura, sino una crisis en curso. La simultaneidad de estos desastres dio a la cumbre un tono de urgencia que ni los discursos más calculados pudieron disimular.
En este contexto, la COP30 hereda los incumplimientos del Acuerdo de París: metas de reducción de emisiones aún lejanas, financiamiento climático insuficiente y una transición energética desigual. Belém nos recordó que los acuerdos internacionales no se miden por la retórica, sino por la capacidad real de los países para transformar sus economías y proteger los bienes comunes.
Al final, más que una conferencia, la COP30 fue un espejo del mundo. Reflejó los avances diplomáticos, las contradicciones políticas y la creciente presión de la sociedad civil. Si algo deja claro esta cumbre, es que la Amazonía —ese territorio vivo y esencial— ya no es solo un espacio geográfico, sino una causa global. En sus raíces y en su misterio, quizá estén las respuestas a preguntas que la humanidad aún no ha sabido formular.
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