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En los últimos días, Brasil vivió momentos dolorosos: el incendio del Museo Nacional de Río de Janeiro, y con ello la destrucción de 200 años de la historia nacional y de parte de Suramérica, demasiado triste en un país que carece de memoria histórica y pareciera estar a punto de elegir presidente el próximo mes de octubre a Jair Bolsonaro, legítimo representante de la extrema derecha nacional, calificado por muchos como el Donald Trump brasileño.
Estas dos variables ya serían suficientes para la preocupación de gran parte de la sociedad brasileña, la cual asistió con perplejidad al atentado contra Jair Bolsonaro en Juiz de Fora, la semana pasada. El presunto responsable, detenido casi inmediatamente después del atentado, afirmó que cumplía una misión divina. La escena aterradora a la víspera de la celebración del 196 cumpleaños de la independencia de Brasil golpeó nuevamente el país, que vive una crisis política, económica, social y ética que parece no tener fin.
Debido a su estado de salud delicado, Bolsonaro se quedará alejado de la campaña por lo menos hasta el 19 de septiembre. En una de sus primeras fotos después de lo ocurrido, el candidato hizo la señal de un revólver para recordar uno de sus emblemáticas propuestas de campaña: la defensa del porte de porte de arma a todos los brasileños, que a pesar de ser coherente con su discurso extremista podría incrementar el dramático índice de violencia en el país.
Según los datos divulgados el 9 de agosto de 2018, por la ONG Fórum Brasileño de Seguridad Pública, “Brasil registró en 2017 un promedio de 175 homicidios por día, unos 7,2 por hora, lo que indica un nuevo récord histórico para un país marcado por la violencia. Según la socióloga Samira Bueno, directora ejecutiva de Fórum, durante la presentación del informe en Sao Paulo, "El nivel de violencia de Brasil produce tantas muertes como países en guerra", lo que lo ubica entre las diez naciones más violentas del mundo.
El atentado contra el candidato Bolsonaro, el cual lidera la intención de votos después de la retirada del presidente Lula del escenario electoral, ha empobrecido el debate político de la campaña, ha herido la democracia y, simultáneamente, ha dado alarmas de su fragilidad en estos días en que el país parece estar a la deriva, sobreviviendo a duras penas, a pesar de sí mismo y de sus gobernantes.
La propia dicotomía electoral: el expresidente Lula encarcelado y liderando las encuestas, con aproximadamente 40 % de intención de votos, seguido por Jair Bolsonaro, con 22 %, es suficiente para innumerables análisis de un país dividido y polarizado que no logra reencontrarse. Sin embargo, el rechazo a Bolsonaro es superior al rechazo al PT.
De arriba abajo, las más altas instancias y supremas cortes parecen leerlo e reinterpretarlo a la luz de las democracias mundiales más representativas, por medio de imaginarios lejanos al Brasil real y profundo, en nombre del “orden y progreso”.
El atentado a Jair Bolsonaro disminuye la importancia de las discusiones de las propuestas de los candidatos y fortalece su presencia en el complejo contexto electoral: de villano a héroe o víctima, y de alguna forma pone la izquierda, ya bastante fragmentada, como un posible blanco.
Es difícil saber cuál será el panorama electoral final del país, pero si todo sigue así, Brasil podrá ser un nuevo laboratorio político continental: una extrema derecha con fuerte componente militar y religioso que llegará al poder por medio de votos.
* Profesora Universidad Externado de Colombia.
