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                                                                                                                              Adolfo Pacheco: el canto que no calla

                                                                                                                              Siempre sucede así: muere un cantor y ese día y los siguientes mi vida toda se revuelve hacia atrás, es decir, voy al recuerdo. O el recuerdo viene a mí. O cae sobre mí. Como sea que ocurra. Se murió Adolfo Pacheco y cayó de repente una tonelada de rostros, olores, sabores, sonrisas, momentos incorporados y vividos gracias a sus cantos. Porque cada uno de ellos es un pedazo de vida que se quedó en la piel de afuera y en la del alma.

                                                                                                                              El canto que se me vino enseguida supe de su fallecimiento fue “Me rindo, majestad”. Es el que más me gusta. Me recuerdo cantándolo a pesar de que sabía lo que cantaba, disfrutaba la declaración rítmica de esa costumbre bien machista del hombre parrandero en su declive: “Voy a dejar la vida de parrandero / ya disfruté los años de juventud”. El canto es una composición que da cuenta del momento ese (tan común en el Caribe) de la llegada a la vejez del hombre que ha sido parrandero y mujeriego, el hombre que se reproduce sin contención ni consideración con los hijos y la madre, pero que los necesita cuando los años lo han vuelto desvalido: “Voy a vivir la vida de otra manera / voy a seguir quemándola de otro modo / para cuando envejezca, antes de que muera / no viva solo, no viva solo, no viva solo”. Lo canto y me estremezco con las imágenes y sentencias que Adolfo Pacheco creó: “Porque es triste ser viudo con mujer viva”, “voy a picar el trono de mi reinado”, “hoy son defectos esas virtudes mías”, de las que se apropiaron tantos paisanos para creer que eran un rey, un donjuán que todo lo merecía, pero con el miedo a estar solos en la vejez.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Y el tercer canto que llevo pegado en la garganta y en la piel es “El viejo Miguel”. Un merenguito sabroso y triste sobre el éxodo del campesino hacia la ciudad. Del campesino viejo. Un éxodo que es como la muerte en vida. El desarraigo, el desprendimiento del pueblo para irse a vivir a un sitio (Barranquilla, en este caso) donde no será ya lo que fue. Es un canto de despedida al pueblo y eso es como irse a morir: “A mi pueblo no lo llego a cambiar ni por imperio / yo vivo mejor llevando siempre mi vida tranquila / parece que Dios, con el dedo oculto de su misterio, / señalando viene por el camino de la partida / primero se fue la vieja pal cementerio / y ahora se va usted, solito pa Barranquilla”.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Coletilla 2. Niñas de 14 y 15 años en el centro de Cartagena ofreciendo sus cuerpos. Todas las noches. 450 kilos pesa la carreta que arrastra desde las seis de la tarde hasta las 11 de la noche, sin descanso, un caballo en Cartagena. Más cuatro grotescos seres humanos encima que juntos suman 250 kilos más. Todos los días. Con los ojos tapados.

                                                                                                                              Siempre sucede así: muere un cantor y ese día y los siguientes mi vida toda se revuelve hacia atrás, es decir, voy al recuerdo. O el recuerdo viene a mí. O cae sobre mí. Como sea que ocurra. Se murió Adolfo Pacheco y cayó de repente una tonelada de rostros, olores, sabores, sonrisas, momentos incorporados y vividos gracias a sus cantos. Porque cada uno de ellos es un pedazo de vida que se quedó en la piel de afuera y en la del alma.

                                                                                                                              El canto que se me vino enseguida supe de su fallecimiento fue “Me rindo, majestad”. Es el que más me gusta. Me recuerdo cantándolo a pesar de que sabía lo que cantaba, disfrutaba la declaración rítmica de esa costumbre bien machista del hombre parrandero en su declive: “Voy a dejar la vida de parrandero / ya disfruté los años de juventud”. El canto es una composición que da cuenta del momento ese (tan común en el Caribe) de la llegada a la vejez del hombre que ha sido parrandero y mujeriego, el hombre que se reproduce sin contención ni consideración con los hijos y la madre, pero que los necesita cuando los años lo han vuelto desvalido: “Voy a vivir la vida de otra manera / voy a seguir quemándola de otro modo / para cuando envejezca, antes de que muera / no viva solo, no viva solo, no viva solo”. Lo canto y me estremezco con las imágenes y sentencias que Adolfo Pacheco creó: “Porque es triste ser viudo con mujer viva”, “voy a picar el trono de mi reinado”, “hoy son defectos esas virtudes mías”, de las que se apropiaron tantos paisanos para creer que eran un rey, un donjuán que todo lo merecía, pero con el miedo a estar solos en la vejez.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Y el tercer canto que llevo pegado en la garganta y en la piel es “El viejo Miguel”. Un merenguito sabroso y triste sobre el éxodo del campesino hacia la ciudad. Del campesino viejo. Un éxodo que es como la muerte en vida. El desarraigo, el desprendimiento del pueblo para irse a vivir a un sitio (Barranquilla, en este caso) donde no será ya lo que fue. Es un canto de despedida al pueblo y eso es como irse a morir: “A mi pueblo no lo llego a cambiar ni por imperio / yo vivo mejor llevando siempre mi vida tranquila / parece que Dios, con el dedo oculto de su misterio, / señalando viene por el camino de la partida / primero se fue la vieja pal cementerio / y ahora se va usted, solito pa Barranquilla”.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Coletilla 2. Niñas de 14 y 15 años en el centro de Cartagena ofreciendo sus cuerpos. Todas las noches. 450 kilos pesa la carreta que arrastra desde las seis de la tarde hasta las 11 de la noche, sin descanso, un caballo en Cartagena. Más cuatro grotescos seres humanos encima que juntos suman 250 kilos más. Todos los días. Con los ojos tapados.

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