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El atajo

Beatriz Vanegas Athías
23 de agosto de 2016 - 02:00 a. m.

A principios de este año leí una novela corta de la poeta Mery Yolanda Sánchez de El Guamo, Tolima. La autora vive desde hace décadas en Bogotá. Es reconocida en el medio cultural bogotano por su ardua y rigurosa labor como gestora cultural en el ámbito de la poesía y el teatro.

La escritora nos tiene acostumbrados a sus versos duros y rotundos con metáforas, sentencias e imágenes lacerantes como lacerante es la violencia que se ha ensañado con cada colombiano en el siglo XX. Si hay un rastro que se debe seguir para acercarnos a la barbarie de la guerra en Colombia, es conveniente seguirlo a través de la  lectura de  la poesía de Mery Yolanda Sánchez.

La novela El atajo, obra ganadora del segundo lugar en el Premio Nacional de novela corta 2012 de la Pontificia Universidad Javeriana, es el summun de la poesía de Mery Yolanda. Son 77 páginas de un viaje al interior de sí y al exterior del caos llamado Colombia.

Había leído dos novelas colombianas que considero totalizantes porque una vez se trasciende la primera página, el lector entra en un mundo asfixiante y devorador del que ya no es fácil escapar, ni aun cerrando la última página. Justo al cerrarla, empieza el dolor de la lucidez. Hablo de La Vorágine de José Eustasio Rivera; y de Primero estaba el mar, de Tomás González. La selva y el mar son los protagonistas de estas formidables narraciones que nos hacen sucumbir ante la fuerza de la molicie que se traga todo principio y asomo de  humanidad.

Creo que El atajo de Mery Yolanda Sánchez  es la tercera novela que narra de manera poética, con la belleza del deterioro de que hablaba Ernesto Sábato, la barbarie de la guerra colombiana.

Se trata un viaje que emprende una promotora de lectura (acaso su alter ego) por pueblos del Pacífico colombiano y en una suerte de estaciones que configuran un viacrucis, el yo narrativo nos conduce por el infierno de país que los citadinos como ella desconocen. “Tendría que hablarles de mi cobardía y mi falta de humor para andar por esos caminos donde hay varios gobiernos que se pelean entre sí. En medio, los civiles, los particulares, los que no quieren entender nada y otros que, como  yo, cometen el error de pensar. Pensar es estar al margen. Cuestionar es tirar de la soga que aprieta”.

La novela es de una belleza asfixiante, el lector tiene, de tiempo en tiempo que parar su lectura porque Mery Yolanda encadena la historia de un viaje donde los seres humanos son meras sombras de sí como en un cuadro de Bruguell. Así, al referirse a los tantos grupos que se ocupan de tener en sus manos la vida de los indefensos, la narradora  cuenta: “Sus ocupantes, con trajes camuflados- muñecos articulados, pequeñitos. Reacomodan los cañones-“. Y los niños son “radiografías que juegan en el parque”; “El alcalde es analfabeto y la bibliotecaria apenas rasguña algunos signos”

La naturaleza, por su parte, es presentada aquí en El Atajo, como un referente que no reconforta, es otra amenaza, parece el escenario predeterminado para la infamia, para que ocurra la desconfianza, la indolencia, la amenaza constante. Todo ha sido transmutado en estas tierras dónde sólo manda quien posee el arma.

A nadie interesan los libros.  La promotora de lectura es vista como una amenaza, como alguien digno de sospecha. Por ello, la novela configura magistralmente dos países que no se encuentran nunca. El país central que manda paliativos hacia el país periférico que yace en la clandestinidad y sobrevive por inercia, como un mundo de muertos en vida.

Leer El atajo, es llenarnos de más razones para decir SÍ al plebiscito esperanzador.

 

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