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Me ha cogido la celebración del Día del Libro releyendo El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Bueno, también leyendo otros libros por razones de trabajo en los cursos que dicto. Porque ha sido así desde que he empezado a saber un poquito quién soy: voy de libro en libro, tal como sucede con los temas de conversación entre un grupo querido de amigas que pasan la tarde hable que hable sin llegar a conclusiones sobre ninguno de los asuntos tratados, tal vez con la secreta intención de no acabar nunca de hablar y de oírse.
Llega un tiempo en que hay que cerrar esos temas y terminar esos libros, aunque entretanto es posible vivir en una variedad de mundos y de ideas que se cruzan en la vida diaria de la lectora como los olores en una cocina. Así que este 23 de abril que escribo la columna para que salga los martes (y desde hace varios días) releo el Quijote, sobre el que Miguel de Cervantes deseó que fuera “el más hermoso, gallardo y discreto”, como en efecto es.
Releo el Quijote y la memoria de los otros encuentros con este ingenioso hidalgo se activa. Pienso en este libro como en una amiga que conocí cuando adolescente y volví a ver a mis 20, luego a mis 40 y luego a mis 50: cada vez amiga y libro me deparan nuevas sorpresas, nuevas ideas, nuevas maneras de verme y ver a mi alrededor.
El Quijote en la adolescencia fue obligación de décimo grado cuando se estudiaba literatura española, entonces hube de leerlo durante una calurosa Semana Santa para estructurar un análisis actancial que me llevó a padecer la tortura de elucubrar y redactar más de 20 cuadros actanciales que me impidieron admirar la lucidez del loco que estaba en los puros huesos y la cordura del orate que se hallaba pasado de carnes.
El Quijote a mis 20, en la fría ciudad de Pamplona, fue la búsqueda de los discursos que pronunciaba el hidalgo cada que una aventura se lo permitía, de los diálogos que me desternillaban de risa entre sarcasmo, ingenio, gracejo o capacidad para argumentar con los más disparatados intercambios que sostenía con Sancho. Entonces, sin la premura de la obligación académica, me pude reír de los disparates más elocuentes y argumentados. De la ingenuidad de Sancho y su urgencia de ser poseedor de bienes materiales a toda costa, al punto de cambiar la ínsula donde habría de gobernar por el ungüento mágico que don Quijote prometió enseñarle a hacer, el ungüento que curaba todas las heridas y que podría hacer rico al bello Panza, pero acto seguido de esta promesa don Quijote aceptaba que el pobre Sancho lo curara con la pomada que guardaba en su destartalado bolso.
Con esa búsqueda de discursos en el Quijote seguí a mis 30, entendí que en él estaban todos los géneros literarios hasta entonces creados. Por el ejemplo, el discurso de Marcela, la cabrera, que a esas alturas de mi vida, sin saber más que un abecé precario de feminismo, me pareció el mejor de los hallazgos en ese asunto: aquella defensa de su libertad, de su desdén por Grisóstomo, aquella exposición de la razón y las contradicciones del amor, aquella rebeldía y el carácter para defender su negativa a amar a quien no estaba obligada a amar porque sencillamente no lo amaba. O el discurso de la añoranza de los tiempos en que no mediaban en las relaciones humanas las palabras “tuyo” y “mío”, que el caballero dio en gratitud por la hospitalidad de los cabreros.
Hoy vuelvo al Quijote como el cristiano vuelve a la Biblia, buscando una guía, una manera de escabullirme del torbellino que es el siglo mediocre en el que me correspondió habitar. Porque el Quijote, la Biblia, el Popol Vuh, el Corán y Cien años de soledad son, para qué negarlo, de los más hermosos, gallardos y discretos libros.
