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La mecedora y el Año Viejo

Beatriz Vanegas Athías

27 de diciembre de 2021 - 11:59 p. m.

Le decía la mecedorita. Todos los 24 de diciembre la mecedorita de mimbre, cuyo tejido simulaba un interminable panal de abejas se renovaba dos veces al año, aguardaba al pie de una cama de tabla con mosquitero a que el niño Dios se metiera por los huequitos del zinc. A otros niños el niño Dios le dejaba el regalo debajo de la cama o sobre ella, justo para que, en una volteada durante el sueño, hallara el regalo. Entonces el sueño era la realidad o ésta era el sueño. En ese justo instante se difuminaban las fronteras del sueño y la realidad y era posible creer en la existencia del Dios recién nacido encarnado en un regalo todo el año anhelado e imposible que la madre tuviera dinero para comprarlo. Era el niño Dios, no había duda. Ello ocurriría después de las 12 de la noche; después del tiroteo con pólvora y con revólver, porque entonces no lo sabía (hoy lo sé): la bala se usaba para celebrar el nacimiento de Jesús, pero también para acabar con la vida de los paisanos indeseados.

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Antes había que dar infinitas vueltas a la Calle Central para lucir el estreno. Hasta que el cansancio dirigía tus pasos al sueño y pese a los pick-up que sonaban a todo timbal hasta el amanecer del 25 de diciembre, la niña caía como víctima de narcolepsia y no había estruendo, calor o mosquito que la despertara.

La mecedorita amanecía llena de muñecas de pelo que lloraban y ojos a lo Anabelle. Canasticas de productos de cocina en miniatura; neveras y estufas a escala; paqueticos de ollas, platos y pocillos. Nunca un carrito, un balón o una moto. Todo un repertorio de juguetes que la preparaban para ser una mujer hacendosa y parendera. Pero aquí el asunto es que todo el repertorio de juguetes llegaba como por magia y nunca, nunca la niña pudo atrapar al niño Dios porque el sueño la vencía. El 22 de diciembre de sus 12 años, descubrió en una gaveta del escaparate las cinco cartas que había enviado desde los siete al niño Dios con su letra nerviosa, cuando la seño Berta Martínez la enseñó a escribir.

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Al año siguiente no hubo mecedorita. No hubo juguetes. Esa primera fábula había terminado. Era el tiempo de aventurarse en otras historias menos dulces y esperanzadas.

Estaba también el muñeco de trapo sentado en cada barrio llamado Año Viejo. Caminar el pueblo para ver la ilusión de que los males del año encarnados en aquellos adefesios se irían el 31 de diciembre una vez que les prendieran fuego era todo un plan. Con la misma laboriosidad con la que se elaboraba cada muñeco que representaba los males, así se cometían año tras años los mismos errores que hacían de la vida indigna una tradición. Incendiar con pólvora a las 12 de la noche al Año Viejo tenía la intención (o la esperanza) de conjurar las podredumbres acaecidas en el año que expiraba. Era una purificación acompañada de la cantinela y el abrazo baboso y muchas veces morboso del vecino borracho que repetía “Feliz año nuevo”, sin haberse él mismo renovado. Porque cómo va a ser nuevo un año que se recibe perdido de la pea, perdido(a) en la borrachera. Pero así era la vida y así sigue siendo. Lo de novedad, lo de mejor, lo de próspero sigue siendo una repetición que se vuelve tradición. Y ya se sabe que la tradición, es una repetición no pensada, no renovada de la vida encarcelada en los mismos errores.

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COLETILLA: En todo caso, ojalá que el año nuevo sea mejor. Podríamos empezar pensando en nuestros animales superiores que padecen el rigor de la tormenta de pólvora que provocan sin pensar, sin imaginar tanto pavor en ellos.

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