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A las seis de la tarde del día 18 de abril de este año mi madre, Amely Athías Cervera, de 76 años bien trabajados y padecidos, se levantó de la silla que tenía frente al televisor a través del que veía una telenovela, y se dirigió al cuarto de sus nietos. Estaba con Valentina, quien, minutos después de que la niña Ame se levantara de la silla, sólo escuchó un fuerte y desgarrado grito que la hizo correr hacia la habitación a donde mi madre yacía sin poderse parar por su cuenta y esfuerzo.
A partir de entonces fue Troya literalmente. Mi madre, una mujer del Caribe, fuerte, voluntariosa y con el pueblo y sus amigos impregnados en la piel y en el alma, se había resistido hasta el último momento a salir de su terruño. Iba y venía de Floridablanca a Majagual, pero se resistía a abandonar sus querencias, la tienda que la hizo útil antes que famosa. Hasta que el cansancio de la vida le hizo decidir pasar lo que le quedaba a mi lado y el de sus nietos.
Cuando llegué a casa luego de que me avisaron, el rostro de mi madre había adquirido un color de mulato: ni pálido, ni moreno. No hablaba y sus labios gruesos se habían contraído hasta convertirse en una raya que al igual que sus ojos sólo miraban mientras nosotros éramos un manojo de nervios que no encontrábamos una ambulancia para trasladarla a un centro médico. Finalmente apareció la policía y, como todo en este país, manejaban el negocio del transporte en ambulancia, por el que el recomendado de los verdes nos cobró 80.000 pesos que muy seguramente se dividirían entre los dos socios.
Hacia el Hospital de Floridablanca nos llevaron, a dos cuadras de nuestra casa. De allí, luego de dos días, la remitieron al Hospital Universitario de Santander con una fractura de cadera, problemas respiratorios y una amenaza de infarto. 20 días estuvimos en aquel mercado de locos, en la sala de urgencias que parecía un improvisado campamento médico en pleno combate a campo abierto. Mi madre evolucionaba de su corazón y respiración, pero la EPS Coosalud no se daba por enterada de suministrar los materiales para la intervención del ortopedista, ni autorizaba su traslado a una clínica con cubículos para Cuidados Intensivos, y allí en aquella locura de Urgencias corría el riesgo de contraer un virus.
Me tocaba hacer colas y solicitudes directas (casi agresivas) a Coosalud, una IPS del Sisbén, el régimen de salud subsidiado que mi madre, en su infinita terquedad, eligió. Tuve que asesorarme de la abogada Sylvia Rey porque ninguna solicitud que se hacía era escuchada hasta que no presentían una amenaza legal.
El día 11 de mayo mi madre fue trasladada a la Clínica Gestionar Bienestar ubicada en la Calle 35 No. 24-28 de Bucaramanga. Ninguna de las amigas con cierta influencia política a las que acudí desesperada sabía de su existencia. Ellas (quienes finalmente me apoyaron sólo simbólicamente) jamás habían escuchado hablar de ese sitio. Razón tenían, porque el día que fue trasladada a ese matadero de nombre Gestionar Bienestar mi madre empezó a morir. Como mueren a diario millones de colombianos gracias a la Ley 100 que está asesinando más colombianos que la exguerrilla de las Farc.
