El mal llamado país político pelea con las más viles armas para controlar el poder sobre las tierras y la economía de sus inversiones corporativas. Ambas fueron conseguidas por los presidentes de la también mal llamada República a través del usufructo obtenido a sangre y muerte sobre ese otro país que sólo cuenta a la hora (esta, de las elecciones presidenciales) de volverlos a elegir. Para conservar esta forma de administrar un país es necesario un escenario en el que aparezca un enemigo, aunque el enemigo para los gobiernos de los últimos 20 años haya sido el pobre, el negro, la mujer, la clase media, el estudiante, el anciano, el trabajador, el homosexual, la lesbiana, los trans, el artista, el campesino, el niño. Es el 42,5 % de colombianos en la pobreza; es el negro masacrado y solo tenido en cuenta como trabajador de un puerto (el de Tumaco, por ejemplo); es la mujer que no puede elegir qué hacer con su cuerpo porque de hacerlo puede ser penalizada; es la clase media que desciende más cada año hacia la miseria; son los estudiantes sin posibilidades de armar un proyecto de estudio y mucho menos de empleo (dice el DANE que en la actualidad hay casi cinco millones de colombianos desempleados); y a esto hay que sumar los casi seis millones de campesinos desplazados y el creciente subempleo que generan los clanes de paramilitares empoderados con el gobierno del “Paz sí, pero no así”.
No ha sido posible un mundo para vivir porque quienes han podido hacerlo posible sólo ven enemigos en los habitantes de ese mundo llamado Colombia. Y los odian. No con odio irracional o sentimental, sino con un odio pragmático y hasta banal. Los gobernantes que ha tenido Colombia han sido incapaces de hacer viable un mundo para vivir porque su aparato emocional no está a la altura de la situación: camina siempre rezagado de la catástrofe que es la muerte de un río o la extinción de una tribu como los wayuu, por mencionar sólo dos.
En su libro La obsolescencia del odio, Günther Anders, filósofo polaco que estuvo casado durante siete años con Hannah Arendt, escribe sobre el estado de consciencia del presidente que odia, y éste no se corresponde con el cargo que ocupa. En ese sentido sólo es importante el cargo que ocupa y no lo que piensa. Su capacidad para odiar a los súbditos, a quienes le dieron el poder que ostenta, lo hace a la vez impotente, pues desde el punto de vista de su conciencia individual no puede hacer nada para cambiar la situación de catástrofe que genera su odio. Y este odio se presenta ante quienes lo eligieron como un cumplimiento de la ley.
Así, personajes como Iván Duque, incapaces de construir un mundo vivible, aman odiar. Por eso su tarea (y las de sus predecesores) ha sido la de simular que protege a quienes verdaderamente odia. Para ello crea un enemigo al cual hay que derrotar porque supuestamente puede acabar con los súbditos o con esa entelequia llamada pueblo. Aunque, sabemos, sólo él y los odiadores profesionales a quienes representa tienen verdadera intención de acabarlo.
Ante esos odios banales, casi fríos, sin vísceras y corporativos, hay que estar lúcidos.