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Me despierto en la mañana y me alisto para ir a mi trabajo. Nada perturba mi rutina. Tengo desayuno, un baño cómodo. Salgo a pasear a Mayer y a Marcel. Cuando me vengo a trabajar a la universidad en la que soy profesora pienso que debo atender una neuralgia que me tiene azotada desde hace diez dias. Me despido de mis perros y a esa hora de la mañana mi única preocupación trascendente es la mirada triste de Mayer que no se acostumbra al fin de las vacaciones en los que yo era suya por completo, es decir, podía verme a toda hora. El tiempo juntos y en silencio, una evidencia de que es posible el amor.
Pero con el paso de las horas y como parte de las costumbres adquiridas como una mujer que ve la vida por las redes sociales, veo una publicación por FB proveniente de Las Flores, corregimiento de Morroa, municipio de Sincelejo en los golpeados década tras década Montes de María, y enseguida mi mañana se vuelve turbia y entonces le digo a ustedes lectores: estoy abatida por la muerte de Chacarita. Por la muerte de Genivero José Méndez Buelvas conocido mejor como Chacarita, miembro activo del Club de los Ñequeros, que es una suerte compadrazgos reunidos para hacer del goce, la composición campesina inédita y la confección de hamacas una forma de vivir la vida sin dañar a nadie porque se puede ser feliz con poco, pero convencidos ideales.
A Chacarita lo mataron el 16 de enero a las seis de la tarde. Estaba sentado en la puerta de su casa en Las Flores. Venían por otro ser involucrado en esa nueva ola de violencia que (esa sí) se reinventa para hacer del crimen una forma de vida que nada tiene que ver con la nobleza de estos campesinos. Grupos provenientes del microtráfico, del supuestamente mermado Clan del Golfo, autoridades indolentes pululan mezclados y persisten en hacer de la muerte violenta una forma de habitar los campos hermosos de los Montes de María.
Hay una imagen (bueno, muchas) sonora que a esta hora del día impide que deje de llorar por la infame muerte de Genivero José y es reconocerme en esa voz ingenua y transparente, casi confiada que caracteriza a mis paisanos del Caribe de los Montes de María. Veo al miembro del Club de los Ñequeros, lo oigo cantar una de sus composiciones: “El corazón de la Sabana / y madre de la artesanía / en un rincón de nuestra patria / está Las Flores la tierra mía / Mira qué lindas hamacas / florecen de noche y día / es fruto de un artesano / que lucha con valentía”. Chacarita y sus amigos y hermanos (diez le sobreviven, entre ellos un sacerdote que ofició la misa del sepelio de su hermano y perdonó a los asesinos en su homilía), fundadores del Festival Voces a la Luna en el que los cantores y cantoras campesinas componían versos al pozo, a la hectárea de tierra, a la vaca que se murió, a la comadre fandanguera, a la cosecha que pudo recogerse, a la hamaca bien tejida, a las manos de la tejedora. Pura vida vuelta color y arte.
Veo en las imágenes del entierro y me reconozco en esa complejidad de llorar y cantar mientras despedimos al ser amado, al compañero, a la vecina que es en verdad la hermana. Veo que uno de los campesinos que carga el cajón se protege del sol con una cachucha que clama: “Petro PRESIDENTE” (igual a la que en su momento y aún lucimos muchas de nosotras); oigo que no son sólo gaiteros quienes lo homenajean, sino vallenateros que con pick-up a bordo dejan sonar “El negrito sabrosón” en la voz del inmortal Rafael Orozco. Veo a una niña, a un joven, a una adulta, a una anciana dejarse llevar por los versos de la canción y tararearlos, pero recordar al instante que no hay razón para cantar, sino para llorar; entonces llora y luego la música persiste para ganarle al dolor. Veo esa escena tantas veces repetida de ver caer la pala de tierra hasta el ataúd y sentir cómo cubre a Genivero José, mientras arriba la gaita y el tambor suena con más alegría. Veo un sepelio bonito.
Y así en un forcejeo de llorar cantando que no han podido destruir los bandidos violentos que, tal vez, por no entender esta resistencia, deciden usar la mediocre salida de la muerte a quien como Genivero José Méndez Buelvas Chacarita, nunca estuvo para la tristeza, sino para el canto, la risa, la vida luchada con honestidad. Porque tampoco él estaba en el lugar equivocado como se consuelan muchos de sus paisanos. Chacarita estaba en la puerta de su casa cogiendo el fresco de la noche y espantando a los mosquitos. Incluso la víctima directa del asesino tampoco estaba en el lugar equivocado. No está nadie en el lugar equivocado, a los asesinos les enseñaron a ubicarse al lado del abismo, por ello es por lo que urge que se alejen de él.
Y me pienso también inundada de impotencia porque escribir estos sucesos no han impedido en décadas que cese la muerte violenta de los frágiles. Espero que llegue la venganza de los campesinos, de los frágiles. Por eso es necesario reeducarnos en una vida que se viva para vivir. Qué falta harás, Chacarita. Los que te mataron están en el abismo del que tú y yo estamos lejos. La paz es alejarnos todos, víctimas y victimarios, de esa sima sin fin. La paz es que desaparezcan (en el tranquilo y no nefasto sentido del término desaparecer) las víctimas y por ahí mismo los victimarios.
Un ñeque por Chacarita.
