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El sexo y el sacerdote soltero

Bill Keller
07 de diciembre de 2013 - 11:00 p. m.

Entre las monjas maestras en la Escuela Católica San Mateo, la hermana Mary Robert era mi favorita.

Era joven, no cumplía los 30 años todavía, con rostro gentil, enmarcado por una toga blanca y almidonada. Domó a un grupo de niños de octavo grado, atontados por las hormonas, haciéndonos querer ser de su agrado. Le ofrecíamos nuestras composiciones y nuestras aventuras en versos pentámetros yámbicos, y se nos recompensaba con ánimo que, al menos en mi caso, nunca desapareció.

No muchos años después de que salí de San Mateo, abandoné la Iglesia. Dejar tu Iglesia no se parece tanto a salirse de un club, como a emigrar del país en el que creciste. Renuncias a la ciudadanía y ya no te consideras subordinado a sus leyes, pero sigues las noticias de la antigua patria y deseas que le vaya bien a su pueblo, porque, en cierto sentido, sigue siendo tu pueblo. Y si escribes para ganarte la vida, es posible que, en ocasiones, escribas sobre ese mundo, a la distancia.

El año pasado, 50 años después de la graduación de octavo grado, la hermana Mary Robert vio algo que escribí sobre este tema y me envió una carta. Sólo que ya no era la hermana Mary Robert. Había conocido a un sacerdote, el padre John Hydar. Se enamoraron y, después de haberse liberado de sus respectivos votos religiosos, se casaron. Cuando escribió la carta, el matrimonio de Roberta (su nombre de pila recuperado) y John Hydar iba en su año 41, y parecía ser feliz.

Si soy un émigré del catolicismo, la mejor forma de describir a los Hydar sería de disidentes que se quedaron. Terminaron en una de muchas pequeñas comunidades de católicos descontentos, en las que se ordena a las mujeres, se bendicen los matrimonios del mismo sexo y no se exige que los miembros del clero aguanten la soledad del celibato.

Al final, John empezó a servir, al margen, como ministro de estos católicos. En Santa Bárbara, California, bautizó niños y presidió bodas y funerales. A veces lo invitaban a completar parroquias del catolicismo institucional por falta de sacerdotes, con un guiño de la arquidiócesis. Desde la perspectiva de la Iglesia oficial, eran atípicos, si no es que marginados, pero, desde su propio punto de vista, eran católicos verdaderos, a la espera de que Roma espabile. “Es posible que ni mi esposo ni yo vivamos para ver los frutos de nuestra labor”, me escribió Roberta, “pero, entre tanto, encontramos formas nuevas de ser católicos, creyendo que el Espíritu se mueve y no hay forma de que lo detenga la Iglesia institucional”.

Llega el nuevo papa, Francisco, quien ha infundido ánimo a muchos católicos progresistas y enfurecido a muchos católicos conservadores, al sugerir que Jesús no pretendía establecer una legión de regañones. Los esfuerzos del papa por promover un tono más tolerante y reorientar las prioridades de la Iglesia de la inquisición a la compasión son, en su mayor parte, palabras. No lo digo como desaire. Lo bondadoso de su lenguaje, su empatía por los menos entre nosotros y la humildad de su ejemplo son refrescantes, innegablemente. No obstante, en algún momento, Francisco será juzgado, y debería serlo, por la sustancia de su liderazgo. ¿Qué deberíamos buscar?

Gran parte de la agenda social que defienden los reformadores de la Iglesia como los Hydar —total ordenación de las mujeres, igualdad absoluta para los gais, el fin de la prohibición, ampliamente ignorada, al control de la natalidad— está tan enredada en las proclamas papales pasadas y los precedentes históricos que dudo que Francisco se haga cargo de ella. El exhorto apostólico que dio a conocer el papa fue un llamado sincero a la integración, pero en términos familiares para el Vaticano.

Hay un problema, no obstante, donde la política interna, si bien es difícil, lo es menos; donde son apremiantes los argumentos para la reforma y donde hay indicios de que Francisco podría inclinarse al cambio. Ese es el celibato del sacerdocio.

No son nuevos los argumentos para que se quite el requisito de que los sacerdotes abjuren del sexo y del matrimonio, pero se han vuelto más apremiantes. El celibato obligatorio ha alejado a muchos buenos sacerdotes y prospectos en un momento en el que se están cerrando parroquias en Europa y Estados Unidos por falta de padres. Priva a los sacerdotes de una experiencia que los haría más competentes para aconsejar a las familias a las que sirven como ministros. El celibato —al generar una cultura de excepcionalismo sexual y negación— de seguro cumplió algún papel en los vergonzosos antecedentes de pedofilia y encubrimiento de la Iglesia.

El requisito de que los sacerdotes sean célibes no es doctrina, sino una aberración cultural e histórica. Los primeros apóstoles tuvieron esposa. El clero católico tuvo la libertad de casarse durante el primer milenio, hasta que, en una serie de concilios eclesiásticos en el siglo XII, se cambiaron las reglas, motivadas, en parte, por las disputas financieras. (Los sacerdotes trataban de heredarles a sus hijos propiedades de la Iglesia; el remedio burdo fue negarles los hijos).

De hecho, hay muchos sacerdotes casados en la Iglesia católica, a quienes se les ordenó en las tradiciones orientales del catolicismo, así como anglicanos y otros a cuyas familias se eximió cuando se convirtieron a la Iglesia de Roma. En partes de América Latina y África, los padres se casan o tienen esposas de hecho y la Iglesia se hace de la vista gorda.

Francisco lo sabe bien. Como arzobispo de Buenos Aires, el futuro papa se hizo amigo de un obispo radical y famosamente no célibe, Jerónimo Podestá, a quien asistió en el lecho de muerte y siguió siendo cercano a su viuda en los años posteriores, misma que recuerda que hablaban a menudo del problema del celibato.

Desde septiembre, las intenciones de Francisco han estado sujetas a una especulación intensa en círculos eclesiásticos, cuando el arzobispo Pietro Parolin, un confidente de Francisco y segundo al mando en el Vaticano, le dijo a un entrevistador que el celibato “no es un dogma de la Iglesia y se puede hablar de él porque es una tradición de la Iglesia”. Parolin restringió sus observaciones (“no podemos decir simplemente que es parte del pasado”), pero su declaración de que el tema “se puede discutir” garantiza que así será.

En un lugar donde se ha hablado mucho al respecto es entre los sacerdotes casados en la parroquia disidente donde John y Roberta Hydar encontraron refugio. John me dijo que si el celibato hubiese sido opcional allá en los 60, “la mayoría de nosotros habríamos seguido en el ministerio activo”. Admitió que le causa un poco de placer pecaminoso que Francisco haya causado malestar en la línea dura católica. Y comentó que hasta puede imaginarse que Francisco, dados unos 10 a 15 años de buena salud, podría cambiar a la Iglesia lo suficiente —no para recuperar las causas perdidas como yo, sino para hacer que los católicos como mi antigua maestra y su esposo se vuelvan a sentir a gusto en ella. John Hydar estará observando, con viva esperanza, pero sin su esposa. Roberta Hydar murió de cáncer el 18 de octubre, a la edad de 79 años.

 

Bill Keller ** Exdirector del New York Times.

 

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