De las cinco medallas de oro que ha ganado Colombia en los Juegos Olímpicos a lo largo de su historia, cuatro han sido conquistadas por mujeres. Ellas son quienes más gloria le han dado al país, pero son las que menos apoyo reciben y las que enfrentan un escenario más hostil. A pesar de sus triunfos, siguen siendo las más discriminadas y las que menos atención institucional reciben cuando son víctimas de violencia de género.
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Es una realidad dolorosa que conocí de cerca. Las mujeres deportistas en Bogotá no solo se enfrentan a la exigencia física de sus disciplinas, sino que muchas veces deben soportar el acoso de quienes deberían ser sus guías: entrenadores, directivos de clubes y ligas, técnicos e incluso el personal médico que las acompaña. Son figuras de autoridad que se convierten en depredadores, aprovechándose del miedo de las atletas. La mayoría de ellas se niega a denunciar, no por falta de valor, sino por el temor a ser excluidas de las competencias y ver destruidas sus carreras deportivas.
Entre los años 2021 y 2023, mientras me desempeñé como directora del Instituto Distrital para la Recreación y el Deporte (IDRD), creamos un protocolo específico de atención de casos de violencia de género y acompañamos a 41 deportistas para que presentaran sus denuncias formales ante la Fiscalía General de la Nación. Hicimos la tarea completa: realizamos los trámites, aportamos pruebas y brindamos acompañamiento institucional.
Sin embargo, el resultado ha sido la impunidad. A pesar de todo el esfuerzo, de esos 41 casos, hoy solo ocho siguen activos; los demás fueron archivados. Y lo que es peor: los casos que supuestamente siguen abiertos no han tenido ningún avance real en la investigación ni se ha castigado a los posibles abusadores. Mientras tanto, muchos de los entrenadores o técnicos implicados siguen ejerciendo su labor, trabajando con otras niñas y mujeres que corren un riesgo grave. Algunas de las víctimas prefirieron retirarse del deporte para no tener que seguir encontrándose con su agresor; el sistema las expulsó a ellas y protegió a los victimarios.
Este panorama resulta aún más indignante al conmemorar otro 25 de noviembre. El Día de la No Violencia contra la Mujer surge para recordar el crimen atroz contra las hermanas Mirabal, activistas de República Dominicana asesinadas en 1960 por la dictadura de Trujillo para callarlas. Hoy, décadas después, el silencio sigue siendo la condena de muchas. Aunque en 1981, aquí mismo en Bogotá, se propuso establecer esta fecha para reflexionar y actuar, las cifras demuestran que vamos en retroceso.
Hasta julio de este año, en Bogotá se presentaron 67 feminicidios, un incremento del 24 % con respecto al año anterior. El acoso y el abuso sexual han aumentado en la ciudad sin que existan estrategias concretas y efectivas para reducirlos. Si en las calles la situación es crítica, en los escenarios deportivos, que deberían ser espacios seguros de desarrollo, la violencia es peor.
No es posible que, hasta para ejercer un derecho tan básico como el deporte, las mujeres tengan que seguir peleando. La inoperancia de la justicia no es un simple fallo administrativo, es una forma de violencia institucional que continúa el ciclo de abuso.
Por esta razón, he presentado una denuncia ante la Comisión de Acusaciones del Congreso contra la fiscal general de la Nación por negligencia en sus funciones. Esta acción busca que la entidad deje de ejercer violencia por omisión contra las mujeres deportistas y que, finalmente, haya justicia para ellas. ¿Hasta cuándo tendremos que conmemorar el 25 de noviembre para que las entidades simplemente cumplan su función?