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En medio de atentados, masacres y asesinatos, los colombianos nos hemos vuelto expertos en ignorar lo que pasa y seguir adelante. Es momento de parar y dejar de repetir este círculo vicioso.
El atentado contra la vida de Miguel Uribe nos dejó nerviosos, desilusionados, cabizbajos, tristes y con miedo. Durante esta semana, cuando hablé del tema con diferentes círculos de familiares y amigos, percibí desde la tristeza y el desconcierto profundo hasta el asomo de violencia vengadora.
En un país donde tenemos más guerras que triunfos deportivos, y una deshonrosa cifra de 9 millones de víctimas del conflicto armado —casi una quinta parte del país—, es sorprendente el poco esfuerzo que le dedicamos a procesar los sentimientos que surgen de vivir en un conflicto armado crónico.
Cada colombiano ha sido tocado por el conflicto y la violencia. Algunos (mucho) más que otros, pero todos hemos sido tocados por una muerte, un secuestro, un atraco violento, haber estado cerca de una bomba. Tenemos rabias y miedos acumulados que nos hacen reactivos, agresivos y desconfiados. Es indudable que la violencia cotidiana nos deja afectaciones mentales, pero nunca lo hemos hablado y procesado.
Preferimos ignorarlo, sin saber cómo procesamos tanto dolor. Nos acostumbramos a desahogarnos a través del humor (tal vez porque es más fácil reír para no llorar), el fútbol, o el reality, con lo cual no reflexionamos sobre nada.
No es de extrañar que el atentado contra Miguel Uribe generara una reacción desproporcionada, violenta e irracional. Personas pidiendo que mataran a Petro, otros diciendo que los asesinos eran de uno u otro partido y por lo tanto había que exterminarlos, y otros más buscando venganza.
En un país que tiene un 90 % o más de impunidad, las heridas de la historia no se han podido sanar porque no hay justicia y tampoco hay forma de hacer un cierre que dignifique a las víctimas, por eso sólo queda el deseo de venganza y de hacer justicia por mano propia.
Estamos afectados, dolidos, tenemos un gran duelo sin resolver y este atentando lo único que hizo fue revolvernos las entrañas y recordarnos que está ahí, agazapado entre nuestros memes y nuestras noticias de farándula, pero que salta sin control apenas se toca levemente la herida sin sanar.
El país que hace 26 años vio matar a cuatro candidatos a la presidencia creyó que había superado esa época y le había echado tierra a la historia, sin memoria y sin justicia. A pesar de las múltiples masacres, de la corrupción, de la infiltración de la mafia en la vida política y económica, preferimos echarle tierrita a nuestra historia y pasarle por encima. Simplemente fingimos demencia y seguimos adelante, pensando que lo peor ya pasó.
El atentado contra Miguel Uribe, herido por un sicario de apenas 15 años, nos recuerda que, si no procesamos esta deshumanización, no vamos a detener la cultura de la violencia que está tan arraigada en Colombia.
El que no conoce su historia está condenado a repetirla. Por esta razón es vital que las autoridades lleguen a la verdad. No podemos repetir lo que pasó con las muertes de Gaitán, Galán, Pardo Leal, Pizarro, Álvaro Gómez y tantos otros, cuyas muertes quedaron en la impunidad y no se responsabilizó a los autores intelectuales (o no a todos, por lo menos).
Este es un gran momento para hablar, para sanar, para reconciliarnos. La JEP nos ha demostrado que la verdad que los victimarios puedan ofrecer a las víctimas y la reparación hacen un gran aporte a la sociedad y a la construcción de tejido social. Mucho más, incluso, que la justicia punitiva, donde se pagan algunos años de cárcel, pero las víctimas se quedan sin la verdad.
La justicia nos ayudaría a sanar y a sentir que toda esa rabia se puede procesar y que no saldrá de forma explosiva buscando venganza. Es hora de hablar de nuestros dolores, de reconocer que están allí y de buscar la forma de reconciliarnos.
