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Bogotá, Tunja, Manizales, Popayán y Pasto, son de las pocas capitales departamentales de Colombia de clima frío. Por eso no sorprende que las personas que han llegado a la ciudad a buscar una mejor calidad de vida la bautizaran “la nevera”, en referencia a su clima. También por el carácter de los bogotanos.
Bogotá, es lluviosa y gris, inmensa tanto en extensión como en la cantidad de habitantes (que triplica la población de la segunda ciudad más grande, Medellín), donde es fácil perderse y sentirse invisible en esta mole de cemento.
Durante décadas a los bogotanos se les llamó “cachacos” (término que cayó en desuso en los últimos años y que hacía referencia no sólo a la forma de vestir sino a lo odiosos que eran los bogotanos, que se vestían a la europea y le daban la espalda al resto del país -la palabra “cachaco” es una deformación de cachet coat-, el abrigo de moda de principios de siglo XX).
García Márquez, en su libro de memorias Vivir para contarla, relató de forma magistral la experiencia de llegar sólo y desorientado por primera vez a la capital, y me hizo reflexionar sobre lo cruel del recibimiento: “…el viento helado del crepúsculo me golpeó cuando salí de la estación. A punto de sucumbir puse el baúl en el andén y me senté sobre él para tomar el aire que me faltaba. No había un alma en las calles. Lo poco que alcancé a ver era la esquina de una avenida siniestra y glacial bajo una llovizna tenue revuelta con hollín, a dos mil cuatrocientos metros de altura y con un aire polar que estorbaba para respirar”.
Por eso me alegró tanto cuando escuché que a Bogotá ya no la llaman “la nevera” por lo fría, sino porque le da de comer a todo el que llega. Para mí, esto sí representa en verdad a esta ciudad.
Esta frase me hace pensar en las personas que llegaron del campo a mediados del siglo XX (incluyo aquí a mi propia familia, que venía de Santander), unos en busca de empleo o estudio en la capital, otros escapando de la violencia y el desplazamiento. Me hace pensar también en los miles de ciudadanos venezolanos que han encontrado aquí un refugio después de ser expulsados por las turbulencias de su país.
En los dos casos Bogotá ha demostrado ser una ciudad de brazos abiertos. En realidad, Bogotá es una excelente anfitriona, y por eso cada año recibe más de 11 millones de turistas que vienen por negocios, diversión o eventos.
Cuando pienso en una identidad bogotana pienso en la diversidad. Somos al tiempo los paisas emprendedores, los costeños rumberos, los santandereanos peleones y mucho más, porque la ciudad se construyó a partir de la migración. Cada grupo ha traído su gastronomía, su acento, su modo de vestir, sus prácticas culturales, sus lazos familiares y toda una red de costumbres que hacen de esta ciudad una verdadera metrópolis.
Contrasta también la percepción de que los bogotanos son desconfiados con las más de 3.800 organizaciones sociales que impulsan diferentes causas y hacen voluntariado desde unas pocas horas a la semana hasta días o semanas completas para mejorar sus entornos. Es decir que somos una ciudad solidaria y empática.
El censo de 2018 mostró que el 70 % de los habitantes de Bogotá son nacidos en la capital, ¡70 %! La mayoría provenientes de esas familias migrantes que encontraron aquí su hogar, de ahí que la identidad la construyamos nosotros cada día, tanto los nacidos como los que han llegado a ser bogotanas y bogotanos por adopción.
Así que si me preguntan qué hace de las personas de Bogotá auténticos bogotanos y bogotanas siempre diré que su diversidad, su solidaridad, su amabilidad para recibir a los extraños y su capacidad de adoptarlos como propios. Eso es Bogotá para mí, a pesar del aire polar, de las avenidas siniestras y de las lloviznas con hollín, es una ciudad llena de personas que creemos que no tenemos identidad o sentido de pertenencia, pero que encontramos aquí el lugar para, cada día, sacar el “perrenque” y la gran capacidad de construir nuestros sueños.
