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La plaza de toros La Santamaría se nos volvió -como los expresidentes- un mueble viejo que no sabemos para qué usar. Es un buen momento para que pensemos qué hacer con ella.
Entre semana, algunas personas aprovechan las escaleras y espacios públicos externos de la plaza de toros La Santamaría. Unos grupos hacen yoga, otros se reúnen para bailar y hacer coreografías. La escena se ve curiosa vista desde arriba, porque las personas usan estos espacios alrededor para el deporte y la recreación, mientras el resto de la Plaza, grande e imponente, podría albergarlos. Sin embargo, día a día permanece sola y subutilizada.
Con la ley “No más Olé” quedó claro que la fiesta brava no volverá a este espacio (afortunadamente). Tampoco se puede usar para conciertos, porque los vecinos instauraron una acción popular, debido a que el ruido no los dejaba dormir.
La Plaza de Toros es, hoy, un mueble viejo; hermoso e histórico, sí, pero viejo. Como esos sofás victorianos llamados fainting couch, literalmente, un sofá para que las señoritas cayeran “desmayadas” a causa de sus agobios. Estos sofás, bellos y llenos de historia, pero representantes de una época donde las mujeres eran el “sexo débil”, que necesitaban un mueble no para sentarse, sino para colapsar asfixiadas por el amarre de su corsé.
Lo mismo pasa con la Santamaría. Es un objeto hermoso, que guarda historia y recuerdos en su arquitectura, pero su estética proviene de un orden social caduco y anticuado, que no representa los valores que necesitamos para mejorar como sociedad. La Santamaría fue por décadas un espacio social donde la diversión provenía de la crueldad y la insensibilidad hacia los pobres toros, que no entendían por qué su tortura era la fuente del entretenimiento.
La Santamaría también era el espacio donde se escenificaba la excesiva estratificación social y el clasismo propios de la sociedad colombiana que nos dejó el colonialismo español. Todo lo relacionado con la tauromaquia tiene un aire de retrógrado y rancio, y no hay duda de que su único lugar son los museos, los libros y los archivos para la historia.
¿Qué hacer entonces con ese mueble viejo? Propongo que, en el espíritu de la Ley, le demos nueva vida a través de su resignificación. Debemos convertirla en un espacio que promueva la tolerancia, el respeto, la inclusión, la empatía; un espacio que invite al deporte, al arte, la creatividad, la música, la cultura. Todo eso que realmente representa a Bogotá.
Bogotá ya ha hecho otras transformaciones con escenarios históricos, por ejemplo, el matadero municipal se convirtió en la biblioteca de la Universidad Distrital, el seminario menor de la Candelaria fue convertido en un hermoso conjunto de apartamentos. Este proceso de “reciclaje de edificaciones” permite revitalizar lugares emblemáticos y adaptarlos a las necesidades actuales.
Si bien las últimas administraciones han realizado algunos esfuerzos —como la organización de eventos deportivos, ferias y exposiciones de arte—, la incertidumbre legal ha limitado las posibilidades de transformación. Con la ley “No más Olé”, Bogotá tiene la oportunidad de definir el futuro de la Plaza.
Es el momento de resignificar este espacio icónico de la ciudad con la integración y el bienestar, en línea con otras obras que se han hecho en las últimas administraciones, como los Centros Felicidad, los parques, o el complejo Cultural y Deportivo que se hará con la renovación del estadio El Campin. No se trata solo de renovar la Plaza físicamente, sino de llenarla de un nuevo significado que represente la Bogotá contemporánea. Se trata de hacer de este escenario un homenaje a la vida.
