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Ir a la raíz del problema de la violencia escolar implica ir más allá de los lugares comunes de la discriminación y la incapacidad de entender y aceptar la diversidad dentro de las comunidades educativas. Si bien la sociología nos habla de la convivencia o competencia escolar como una arena para el aprendizaje y despliegue de poderes —y por tanto, de estructuración de cultura política—, lo cierto es que los marcos pedagógicos bajo los cuales operan muchos de los colegios públicos o privados se resisten a abordar el tema, o lo hacen para adiestrar cuadros funcionales a las intenciones formativas, confesadas o no. Al final, los estudiantes sobreviven más maltrechos que espléndidos, justo cuando la vida les propone lo mejor en su juventud.
Para las universidades, que ofrecemos perspectivas más integrales de formación (lo intentamos), la epidemia de problemas de autoestima —impulsada, además, por el mal manejo de las redes sociales— es un reto creciente. La inteligencia emocional tendría, probablemente, las notas más bajas: exceso de individualismo y egos frágiles incapaces de aceptar cuestionamientos creativos, pérdida de horizontes de sentido que se han agravado por la construcción y uso de narrativas incapaces de proveer profundidad, y un círculo vicioso de déficit de atención ante la avalancha de información destinada a facilitar la depredación, no la simbiosis. Claro, hay comunidades digitales innovadoras, grupos de apoyo y otras estrategias de estructuración de amistades y solidaridad significativas, pero la tendencia al aislamiento es muy fuerte, incluso para defenderse de entornos familiares tóxicos. El errático comportamiento de la demanda de educación superior presencial pareciera indicar algo: queremos estar y no estar, al mismo tiempo.
El Colegio José Max León de Bogotá, como muchos otros de seguro, se ha tomado muy en serio el problema del matoneo, tanto presencial como en redes, un tema que también se trató en la visita de los príncipes británicos a Colombia hace unos meses, donde desde la Vicepresidencia se trataba de aportar a la prevención del racismo, el sexismo y otras formas de discriminación persistentes en nuestro país. Las propuestas coinciden en la necesidad de fortalecer la inteligencia emocional y construir entornos seguros, donde nunca guardar silencio ante un abuso sea una opción, pero donde no se inventen abusos para justificar la atención o un privilegio, el lado oscuro de las estrategias que debemos aprender a desmontar si queremos convivir en la diferencia con la intensidad que ello reclama. Nada hay tan creativo y satisfactorio como la posibilidad de abrirnos a lo novedoso y ofrecer nuestras capacidades y talento para conectar y entrar en el maravilloso mundo de la acción colectiva y la pasión por el conocimiento como base del cambio social.
Abordar con profundidad el matoneo requiere revaluar los principios de individualidad y competencia con los que falsamente se quiere promover la innovación, que bajo esta perspectiva solo puede garantizar la sensación de fracaso en la mayoría, esa pervertida lógica de los “ganadores” y “perdedores” con las que hemos permitido se rompa el trabajo en equipo en nuestras comunidades. Y si hay grandes talentos incomprendidos, recuerden que su validación no está en la monetización, sino en la capacidad de participar de manera sobresaliente en la construcción del bienestar compartido, incluida la sostenibilidad.
