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Una de las palabras más hermosas de los últimos tiempos proviene de la infinita capacidad de lo acuoso de manifestarse, transformarse y dar nuevo sentido a otras cosas. El alegre contagio del agua, que trae humedad a todo lo que toca, incluso en sentido figurado, presenta la acuaponía como una sinfonía acuática, llena de cascadas, ríos, cochas y ciénagas, una utopía hídrica dulce con todo el movimiento y la exuberancia del aguacero tropical en medio de la selva.
Hay que decir, sin embargo, que muchos colombianos no estamos acostumbrados a tanta agua y eso marca una diferencia en los modos de vida de las personas. Es difícil para una rola traducir y, más aun, valorar el dato de 7 u 8.000 milímetros de lluvia anual chocoana de agua cayendo sobre el cuerpo, cuando la menor llovizna urbana desata el caos. El buen tiempo de la ciudadanía siempre es hidrofóbico: rabiosamente soleado, mientras en el campo se hacen rogativas cotidianas al aguacero. El agua también es origen de la biodiversidad y vehículo de la energía limpia que cosechamos en las represas, indispensables a pesar de sus impactos.
La semana pasada se desarrolló en Bogotá el 66.° congreso internacional de Acodal, donde casi un centenar de empresarios y organizaciones mostraron sus productos para la mejor gestión del agua y debatieron algunos de los temas más acuciantes respecto al uso sostenible de un recurso excepcionalmente abundante, pero no infinito, muy diverso y mal distribuido. En el evento, toda la parafernalia de tubos, válvulas, tanques y sistemas de bombeo inteligente mostró los avances tecnológicos más recientes, pero también su contexto de aplicación: sin políticas adecuadas, ninguna innovación produce sostenibilidad. Las acuaponías, por ejemplo, nuevas opciones de manejo integrado del agua, energía y producción de comida, se han venido desarrollando como propuestas basadas en la economía circular del mismo líquido y se replican a diferentes escalas, con el fin de producir peces y usar sus heces en cultivos de hortalizas, todo ello mediado por fuentes de energía limpia y combinando lo mejor de la tecnología con la biodiversidad y las capacidades productivas de las comunidades organizadas. Una instalación pequeña puede producir dos toneladas de tilapia al año y 1.600 lechugas, en 300 m², dice la organización Peces Verdes (greenfish.co), que promociona un paquete tecnológico desarrollado con la Universidad del Cauca y apoyo de la Universidad de Sevilla. Con el tiempo, esperamos reemplazar las tilapias con especies nativas (somos uno de los países más ricos en peces de agua dulce del mundo) y otra clase de hortalizas más nutritivas que la hojarasca colonial. Unillano, en su programa de piscicultura tropical, ya suma cachama, yamú y bagre al menú gracias al uso de una tecnología que permite mantener altos niveles de oxigenación en los tanques de cría. Colombia también podría ser potencia mundial de producción sostenible de peces (bioeconomía) si invirtiéramos decididamente en innovación para el sector, pero ese cuello de botella lo único que hace es estrecharse.
Una mención final a nuestros casi 800 distritos de riego, de los que tenemos abandonados o destruidos un 30 %, aunque da casi lo mismo, pues cubren menos de 100.000 hectáreas de tierras con sistemas de producción arcaicos; parte de la explicación del pésimo desempeño de la agricultura colombiana, con excepciones. Colombia podría ser un paraíso acuapónico; las tecnologías integradas que combinan energías limpias con agua limpia, peces y agricultura son un “mango bajito”, si hay quien lo quiera cosechar.
