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A raíz de las decisiones jurídicas de los últimos días, pareciera imposible desmarcarse de las “votaciones” a las que muchos convocan tratando de forzar las alineaciones. Ahí es donde el solo hecho de invitar a opinar se convierte en una trampa mortal, porque acaba reforzando la bipolaridad creciente, de la cual quisiésemos escapar ante la evidencia de que solo fortalece el péndulo de la destrucción. El editorial de El Espectador, hace unos días, llamó a la cordura para evitar que los comentarios de corredor, apasionados por naturaleza, se convirtieran en noticia, y de esta manera en un foro de “justicia” paralela que profundiza las fracturas del país y el debilitamiento institucional. Como en tiempos de pandemia cuando todas fuimos epidemiólogas furibundas, ahora somos penalistas y alabamos o criticamos la justicia en función de nuestros intereses, mágicamente convertidos en verdades o convicciones que deben imponerse a los demás.
La acusación despectiva de “tibios” a quienes nos negamos a participar de las innumerables disyuntivas con las que se quiere simplificar la acción política solo refleja la crisis educativa del país. La formación del pensamiento crítico es cada vez más inconveniente, donde el síndrome de confirmación se ha convertido en la estrategia para inhibir cualquier tipo de debate, ante la virulencia de las argumentaciones. Por ejemplo, en los temas ambientales, los debates se plantean ya con una respuesta obvia inducida por los autores de investigaciones (muy incompletas e inexactas) acerca de temas complejos, pero que obligan al público a alinearse con alguna causa desde el primer momento. Muchos medios de comunicación “alternativos” confunden el vigor con que se debe ejercer el periodismo con opiniones moralizantes que poseen un cuerpo conceptual extremadamente débil: hablar de que se comete un “ecocidio” cuando se desarrolla una obra de infraestructura para conciertos en Bogotá solo porque se transforman unos cientos de metros cuadrados de tierras encharcadas ya roza el ridículo total. Los activistas confunden un árbol con un bosque; un chigüiro con la biodiversidad amenazada; una comunidad indígena implantada en un lote destinado a un aeropuerto con un territorio ancestral.
No sé bien si corresponde a los jueces comenzar a separar las acciones temerarias de actores que abusan de los regímenes de derechos para bloquear los proyectos que las mayorías reclaman a través de los mecanismos institucionales, pero es absurdo que ni siquiera se logre avanzar en la transición energética porque hay quienes creen que las líneas de transmisión generan ondas letales para la fauna silvestre. En una época de mi vida, cuando indagaba sobre las prácticas de manejo de los ecosistemas campesinos en Boyacá, buscábamos detectar las “anomalías” locales con el fin de contrastar la insostenibilidad del status quo con alternativas creadas por los miembros más innovadores de la comunidad, que siempre defendí por excéntricas que parecieran. Pero de allí a proponer que se generalizaran solo por el derecho a la diferencia claramente implicaba una arbitrariedad: como mujer trans abogo por los derechos de mi comunidad, e incluso invito a tod@s a reflexionar sobre su construcción o condición de género (con lo cual harto palo me gano), pero nunca se me ocurriría bloquear los derechos de los demás a vivir como sus principios y valores indican. Imaginen una acción popular para detener los programas educativos nacionales hasta tanto no incluyan las consideraciones identitarias que yo creo deberían hacerse…
La invitación no es a convertir el centro como un tercer espacio sectario: es a evitar la alineación forzada.
