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Los huesos de 65.000 millones de pollos consumidos al año ya se notan en la historia del planeta y una paleontóloga documentaría su acumulación correlativa a la existencia de la humanidad junto con la radioactividad y los microplásticos. Esa es, al menos, una de las conclusiones de un estudio de la universidad de Leicester citado esta semana por las mayores cadenas de noticias del mundo para hablar, una vez más, de las condiciones ecológicas de un planeta dominado por las culturas humanas, sean yihadistas o no: los pollos, hervidos, asados o, más comúnmente, despresados, representan bien la gigantesca transformación que hemos causado en la Tierra, material y simbólicamente. Lo que fue un ave silvestre de muy corto vuelo, originaria de la India según reporta la Audobon Society, se convirtió en menos de 5.000 años en la fuente principal de proteína doméstica en el mundo. Las gallinas, atadas por las patas, encerradas en canastos, enjauladas o caminantes, han llegado a los pueblos más remotos de la Amazonia o los páramos, demostrando que los humanos, cuando creamos nuestros hogares, siempre dispusimos espacio para una especie que, a diferencia del perro, nos sigue sin demostrar ninguna simpatía, pero tampoco antipatía: un pollo es un pollo y, salvo los que nos regalan tinturados en los cumpleaños infantiles, lo engordamos sin aspaviento y lo sacrificamos masivamente para nuestro deleite: los imponentes altares de barrio donde se asan centenares de pollitos todos los días son sólo una señal mundana de una biota simplificada que incluye al cerdo, las ovejas y las cabras, los cuyes, los camellos, los patos, los caballos y, por supuesto, las vacas y más recientemente, las truchas y las tilapias en un panteón de animales fuertemente modificados por la mano humana y que desaparecerían bajo una perspectiva obsesionada con la culpa y emocionalmente incapaz de entender la muerte como parte de los ciclos ecológicos y adaptativos del mundo. En la eventualidad de una “gran transición compasiva” en la cual dejemos de utilizar otros seres sintientes para nuestro antropocéntrico beneficio, desaparecerían decenas de sociedades cuya ecología ha sido construida alrededor de la caza, la pesca y el manejo de animales silvestres en sus hábitats, léase pastoreo.
Cerca de 3.000 millones de personas dependen hoy día de la pesca o la acuicultura para consumir una proteína que de otra manera tendría que ser cultivada industrialmente o sintetizada. Otros 500 millones de personas, especialmente sociedades tradicionales, dependen de rebaños para suplir sus necesidades, incluidos consumos de leche, lana o el uso del transporte animal, que no necesariamente constituye una tortura, como aducen grupos de animalistas tan urbanizados que creen que cuidar bien sus mascotas es un ejercicio de sostenibilidad bondadosa, por no hablar de la supuesta esclavitud de las abejas.
El triunfo adaptativo (cada vez más cuestionado) de los humanos en el planeta se ha construido hasta ahora sobre una serie de prácticas materiales que pueden y deben ser cuestionadas profundamente, pero gracias a que tenemos una mayor capacidad de revisar los efectos de nuestra huella y utilizar esa reflexión y los recursos acumulados para afrontar la siguiente etapa civilizatoria, que no sabemos qué tantos huesos y plumas de pollo implique. Pero las transiciones hacia un modelo más sostenible de planeta no se construyen sobre la culpa o la nostalgia, sino sobre el conocimiento y la innovación: ya hemos experimentado la tragedia del pecado original como relato, no es necesario inventar una nueva argucia para tratar de ser mejores personas.